El firmamento parecía una gran esfera vista desde dentro. El único nubarrón, de un lúgubre tono plomizo, se cernía sobre veleros y motoras, sobre la gente de la playa y sobre la playa al completo, sobre la húmeda atmósfera y sobre el océano como si estuviese a punto de tragárselos.
Los remolinos rugían azotados por la borrasca. Pronto, de la piel de aquel mar no sobresalía más que el agua en movimiento, cualquier artefacto navegable, o había sucumbido a su fuerza o había conseguido llegar a tierra firme. El oleaje -si por casualidad tuviese ojos- no podría ver más que espaldas, la de los rezagados alejándose a toda prisa con sus pertenencias sujetas apenas por la punta de los dedos. Si alguna toalla o tumbona eran arrojadas sin querer por el gentío atemorizado, quedaban en el camino pues nadie se atrevía a recogerlas.
Un mar tumultuoso y desierto, una playa barrida por el viento y el pánico. Salomón se había acodado en la baranda de su pequeña casa de comidas. Resguardado por la distancia y, a falta de clientela, se entretenía contemplando el magnífico espectáculo que la naturaleza le ofrecía gratuitamente. No era aficionado a las fotos, lo suyo era el placer puro, sentir en la piel -o imaginar que sentía- cada partícula acuosa, sentir su vibración como un calambre, escuchar ese fragor tan terroríficamente musical, recrearse en la danza de los elementos. Elevó la frente y, con los ojos cerrados, entonó un canto silencioso a la hermosura. Fue al salir del éxtasis cuando asistió a otra representación, igual de terrorífica pero nada magnificente, al contrario: ruin, sórdida, tosca, bárbara, mezquina y trivial.
Los remolinos rugían azotados por la borrasca. Pronto, de la piel de aquel mar no sobresalía más que el agua en movimiento, cualquier artefacto navegable, o había sucumbido a su fuerza o había conseguido llegar a tierra firme. El oleaje -si por casualidad tuviese ojos- no podría ver más que espaldas, la de los rezagados alejándose a toda prisa con sus pertenencias sujetas apenas por la punta de los dedos. Si alguna toalla o tumbona eran arrojadas sin querer por el gentío atemorizado, quedaban en el camino pues nadie se atrevía a recogerlas.
Un mar tumultuoso y desierto, una playa barrida por el viento y el pánico. Salomón se había acodado en la baranda de su pequeña casa de comidas. Resguardado por la distancia y, a falta de clientela, se entretenía contemplando el magnífico espectáculo que la naturaleza le ofrecía gratuitamente. No era aficionado a las fotos, lo suyo era el placer puro, sentir en la piel -o imaginar que sentía- cada partícula acuosa, sentir su vibración como un calambre, escuchar ese fragor tan terroríficamente musical, recrearse en la danza de los elementos. Elevó la frente y, con los ojos cerrados, entonó un canto silencioso a la hermosura. Fue al salir del éxtasis cuando asistió a otra representación, igual de terrorífica pero nada magnificente, al contrario: ruin, sórdida, tosca, bárbara, mezquina y trivial.
J. M. W. Turner - El naufragio |
Una cabeza y dos brazos se
mecían sobre el oleaje. Podía adivinar que aquel cuerpo estaba vivo,
que pedía auxilio en vano, que se erguía al máximo para ser visto ignorando que
allí no quedaba un alma.
Salomón, aunque sobrecogido, se
obligó a no dejarse llevar por la emoción del momento: al no poder llegar a
tiempo desde allí, cualquier intervención suya hubiese supuesto exponerse a un
peligro inútil. Pero un todoterreno de un color impreciso, verde quizá, apareció
por el oeste y avanzó a toda velocidad hacia la orilla. Dos hombres se abalanzaron
sobre el náufrago, lo agarraron por los brazos y nadaron acompasadamente hasta
dejarlo tumbado en la arena. Cuando les vio gesticular, movió la lente hacia la
izquierda y descubrió a un tercer sujeto apoyado en el capó, que manejaba lo que
le pareció una cámara de vídeo. Los dos
héroes posaron junto a aquel desgraciado con expresión de triunfo, como si
hubiesen pescado una ballena, solo les faltaba levantarlo en el aire por los
pies o pisarlo elevando los brazos como si se tratase de un trofeo.
No podía escuchar lo que
decían, tan solo voces dispersas en el viento. Pero los vio interpelar al
cámara, satisfechos al parecer de su proeza, y desaparecer dentro del coche sin
dignarse mirar atrás. Salomón cogió el teléfono, se lo echó al bolsillo de la
zamarra más gruesa que tenía y echó a correr hacia la orilla sin preocuparse de
cerrar la puerta.
Parece que hoy día si no hay un testimonio gráfico, foto o vídeo, es que no ha ocurrido, así que se vive sólo para dejar constancia de lo vívido pero sin vivir, sin sentir, que es lo peor.
ResponderEliminarPor eso me gusta mucho Salomón, y este magnífico relato, con pintura de Turner, otro de mis favoritos, y el mar imprevisible y salvaje... La huida y el naúfrago.
Me he sentido naúfrago muchas veces, todos necesitamos a un Salomón cerca no a "salvadores" de pacotilla.
Hay mucho y muy bueno para leer por aquí, a ver si me pongo al día.
Un abrazo.
A mí también me gusta el personaje. Creo que los míos suelen ser bastante siniestros pero este me ha salido simpático. Lo bueno es que existe gente como él, aunque los de la foto armen mucho más ruido.
ResponderEliminarCuando quieras, ya sabes, esto no cierra a mediodía ;)