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sábado, 22 de abril de 2017

La Baronesa (XVI)

Pido anís para desayunar a Black Lagoon, mi servicio de catering. Son eficaces, no ponen ni una pega y están aquí en menos de diez minutos. Anís, dulce y denso, para alejar el hambre mañanera y, de paso, despistar a la resaca, acompañado de puros enanos, que ellos saben mantener con el grado exacto de humedad. Guardarlos en casa sería, además de un sacrilegio, una ordinariez de cuidado. Recibo al mozo en turbante para cubrir el revoltijo que tengo en la cabeza y con la túnica de seda más colorida que encuentro. Acumular diez kilos de colada supone una contrariedad enorme, pero no voy a perder por ello mi aspecto de gran diva. Y ni hablar de agenciarme otra lavandería, estos son indolentes pero al menos no me pierden la ropa.
Richard Estes - Times Square (2004)
Recojo los paquetes, pago y suena el teléfono. Veo al chico recostado en la puerta esperando la propina y lo dejo estar, cuando se convenza de que no tengo ninguna intención de soltar más pasta por la jeta se cansará de hacer el mono y me dejará tranquila. Fui rumbosa hasta que pude permitírmelo, y reconozco que disfrutaba bastante viendo a tanta gente comer de mi mano, pero no es posible dilapidar cuando el chorro que sale no se renueva nunca. Daniel se ha vuelto un tacaño desde que descubrió que me veía con otros hombres.
-¿Miss Catalina?
-¿Quién habla?
-Su humilde servidor, quiero proponerle un negocio.
El chaval del restaurante continúa sujetando la puerta con el hombro, arrimo el teléfono a su boca y le hago señas de que hable. Se encoge de hombros, me alejo y hablo entre dientes.
-Di que estamos ocupados.
Parece que me entiende a la primera. De algún lugar de su enclenque cuerpecillo, saca un vozarrón inaudito para explicar que sus jefes no admiten recados. Hasta después de la reunión, añade, y todavía puede durar horas. De repente, le admiro infinito y hasta me siento gorda y vieja a su lado con mi caftán sobado y estas ojeras enormes. Voy hacia él y pongo dos monedas en su mano abierta. Terreno despejado, ya puedo beberme el anís.
Daniel siempre dio por sabido lo que yo iba a buscar a otras casas, si se hubiera tomado la molestia de creerme, me consta que se habría decepcionado. Seguiríamos juntos, es verdad, pero no podría sentirse el héroe de novela que se cree ahora. Continuaría reprochándome haber participado en sesiones donde no buscaba otra cosa que flotar y perderme, pero de haber sabido lo castas que eran (en el fondo, al menos), no podría alardear ya de hombre traicionado, se le caería esa aureola trágica que, según él, le rodea desde entonces y que no le corresponde en absoluto.  Fue aquí en Nueva York, pero también en Tailandia y Venezuela, acompañando a John y a Serafín Vergara, el primo de Rosario, donde me convertí en una morosa crónica. Tengo a medio Bronx pisándome los talones y todavía he de estar agradecida por que no hayan dado con este apartamento.
Richard Estes . Museo Thyssen Bornemisza (Madrid)
Lo que son las cosas, mientras viví con el degenerado de Tristan seguí siendo una mujer virtuosa. Solo la desesperación consigue desbocarme. A los quince años, intenté asesinar a Rosario porque no era más que una marioneta de Alphonse, luego me cobijé entre fuegos artificiales para olvidar mi condición de semilla malograda. Consiguieron arrebatarme a la niña que Daniel y yo esperábamos como si fuese nuestra; si después de haber perdido tres hijos, hubiese engendrado un cuarto, habría acabado con mi vida antes de volver a parir.

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