Un nuevo bofetón de la vida. Rosario ha vuelto a aparecer, no en persona sino su presencia virtual en forma de fotos e información de primera mano, después de tantos años sin pensar en ella y mucho menos indagar sobre su paradero. Cuidado con revolver cajones buscando algo –me decían en el albergue donde me crié– porque encontrarás lo que menos te esperas. ¡Qué gran verdad! Éramos unas crías entonces. Ella me escandalizaba, aunque no tanto como yo a ella, y me aterraba con aquellas ideas suyas que tan insólitas me parecían en esa época y que he ido incorporando a mi vida a medida que iba viviéndola. Arrinconé sus consejos en lo más hondo de la memoria y quedaron allí, como un sedimento que ha servido de faro cuando me sentía más perdida.
¡Bendita y maldita Rosario! No sé cómo pudiste enseñarme tanto en tan poco tiempo con todo lo que me odiabas, con esa superioridad que creías tener sobre mí, no porque fuera negra –aunque por entonces no hubieses visto ninguna– sino por lo pequeña e ignorante que te parecí desde el principio. En lo segundo acertabas de pleno; y mi aspecto, siendo casi dos años mayor que tú, era el de una niña, demacrada y escuálida, tan inquieta como si bailase sobre brasas, toda yo ojos y labios, con la cabeza cuajada de liendres.
Te evoco ahora, desde mi modesto apartamento neoyorquino adónde llegamos en busca de algo inmensamente más valioso para mí y que, por desgracia, no he encontrado ni encontraré en lo que me queda de vida. Sí, me casé. Y luego volví a casarme, esta vez con un canadiense, Daniel. Daniel Legard, (¿recuerdas lo bien que hablaba francés?), y ahora estoy, como tú, tramitando el divorcio aunque las causas sean bien distintas. No creo que volvamos a vernos, tú volviste a España hace tiempo y yo me he quedado varada en este diván –espléndido, pese a haber sido rescatado de un contenedor– frente al enorme ventanal de un piso 38 con vistas a la bahía y a un paso elevado y que escogimos, aunque no es más que una cajonera de apenas treinta metros, por nuestra precariedad de entonces y porque el vértigo producido por tanta inmensidad consiguió elevarme el ánimo un poco.Me zarandearon los recuerdos la primera vez que John me habló de ti. Incluso antes, cuando vi tu foto en el despacho con él y tus hijas. Un monumento al convencionalismo y un icono a la respetabilidad, a pesar de los pesares, pues es precisamente en esos trances de la vida cuando de verdad hay que guardar las apariencias.
Sin pretenderlo, lo sé todo de ti, Rosario. Ambas tuvimos muy buena y muy mala suerte. La tuya seguramente mejor que la mía, pero no sabrás apreciarla en lo que vale porque siempre has sido bastante ambiciosa, no te conformas con nada y eso, digas tú lo que digas, te impide disfrutar de lo que tienes.
Desenvuelvo otra chocolatina. Ya hace diez minutos que no como, pero tengo la mesita de té a mi lado bien surtida de dulces. ¿Sabes cuantos quilos peso ahora? Nada menos que ciento catorce, si me tuvieses delante no podrías reconocerme. En cambio tú estás igual que en mis recuerdos. Más vieja, claro, y con un tinte rubio que, aunque esté mal decirlo, te sienta fatal, pero con la misma chispa en la mirada y con ese mentón voluntarioso que se ha convertido en tu sello. Desde que viajamos a Francia en aquel tren que se caía a pedazos el mundo ha cambiado tanto que nos ha vuelto del revés a las dos; no sé muy bien quienes somos ahora pero me cuesta muy poco comprender a las que fuimos entonces.
Si John y tú pudieseis hablar alguna vez –pero es imposible porque él ya no existe, hace tres meses que se esfumó en el aire y lo peor es que nunca vas a aceptarlo– te mostraría entusiasmado la voluptuosa hembra en que me convertí años atrás, gruesa pero espléndida y mucho menos cascada que ahora, elegante en su caftán de raso, la mirada retadora desde la portada de Fruits, aquella efímera revista que tuvo a bien promocionarnos. Una negra decorativa es el mejor emblema para un decorador de éxito, pero yo soy una mujer angustiada y no puedo cuidar mi imagen con el afán que se espera de mí. La imagen y el matrimonio siguen siendo la tabla de salvación de las mujeres en esta sociedad, eso y los hijos. A mí ya no me queda ninguna de esas cosas. Soy una adicta que renunció a sentarse en círculos bienintencionados y reconocer lo bajo que ha caído. Fumaré, me pincharé, beberé y comeré todo lo que quiera, nadie podrá arrebatarme ese consuelo, ni Daniel, por mucho que me pese. No soy una buena compañía ni una buena influencia ni siquiera he podido ser madre. Pero vivo en un piso 38 con solo tres paredes, y si un día resbalase en el alfeizar tendría garantizado el fin.
¡Bendita y maldita Rosario! No sé cómo pudiste enseñarme tanto en tan poco tiempo con todo lo que me odiabas, con esa superioridad que creías tener sobre mí, no porque fuera negra –aunque por entonces no hubieses visto ninguna– sino por lo pequeña e ignorante que te parecí desde el principio. En lo segundo acertabas de pleno; y mi aspecto, siendo casi dos años mayor que tú, era el de una niña, demacrada y escuálida, tan inquieta como si bailase sobre brasas, toda yo ojos y labios, con la cabeza cuajada de liendres.
George Bellows - New York (1911) |
Sin pretenderlo, lo sé todo de ti, Rosario. Ambas tuvimos muy buena y muy mala suerte. La tuya seguramente mejor que la mía, pero no sabrás apreciarla en lo que vale porque siempre has sido bastante ambiciosa, no te conformas con nada y eso, digas tú lo que digas, te impide disfrutar de lo que tienes.
Desenvuelvo otra chocolatina. Ya hace diez minutos que no como, pero tengo la mesita de té a mi lado bien surtida de dulces. ¿Sabes cuantos quilos peso ahora? Nada menos que ciento catorce, si me tuvieses delante no podrías reconocerme. En cambio tú estás igual que en mis recuerdos. Más vieja, claro, y con un tinte rubio que, aunque esté mal decirlo, te sienta fatal, pero con la misma chispa en la mirada y con ese mentón voluntarioso que se ha convertido en tu sello. Desde que viajamos a Francia en aquel tren que se caía a pedazos el mundo ha cambiado tanto que nos ha vuelto del revés a las dos; no sé muy bien quienes somos ahora pero me cuesta muy poco comprender a las que fuimos entonces.
Joaquín Torres García - La feria (1917) |
Continuará
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