Apoyado en la barandilla, Calixto contempla la plaza
recién regada y el frescor procedente de las baldosas le expande y aligera.
Piensa que pocas veces se ha sentido tan lúcido como en este momento y eso le
anima a extraer, una vez más, la carta de su sobre. Alguien que responde por Susana,
con fecha del viernes pasado, afirma conocerlo desde siempre, haberle estudiado
con detenimiento y haber hallado, gracias a este curioso análisis, el auténtico sentido de la vida. Se despide
con la promesa de esperarle todos los jueves de los próximos 365 días en la
mesa del café Goya que cae justo debajo del espejo del fondo, frente a los dos candelabros
de bronce, con alguna prenda verde en su atuendo. Falta un detalle fundamental:
la hora.
Se alarma cuando piensa que puede estar siendo espiado. En la plaza, gente desperdigada aquí y allá. Pasan dos chavales desenrollando
una pancarta. Ojo, la primera silaba es “Su”. Está a punto de convertirse en
estatua de sal pero el rótulo se expande ante sus ojos y… ¡falsa alarma! “Su bienestar es nuestra alegría” Y más
abajo, a la derecha: “Dónalos cuando no
los necesites” junto a un logo que distingue apenas.
Pasa un pizzero
portando su caja de cartón como si fuese una bandeja de pasteles. Pasa otro
hombre pilotando su velocísimo carro de ruedas. Pasa…
Olvida eso. Tienes que concentrarte en las mujeres. Pasan
tres rubias agarradas del brazo. Esas no. Pasa una mujer con bastón y un
vestido de lunares, levanta la vista y saluda. El corazón le da un vuelco, pero
en el alfeizar de la derecha, su vecino, apoyado en su propio bastón, agita alegremente su mano libre.
Pasa un perro persiguiendo una paloma.
***
El primer jueves se presentó a las ocho de la tarde. Cada
semana iba retrasándose una hora hasta la noche que llegó a las doce en punto y
encontró un local oscuro y silencioso, sellado por una burlona tela metálica. Decidió
entonces adelantarse una hora cada vez hasta dar con la correcta. Las siete de
la tarde, las seis, las cinco… Tras dos meses de puntual sometimiento descubrió
que abrían a las diez de la mañana. Por cierto, de la tal Susana, ni rastro.
A menudo, se entretenía imaginando cómo sería su
escurridiza corresponsal. ¿Joven y bella? ¿Inteligente? ¿Todo lo contrario? La
imaginación parecía sobrarle, eso sí. Con aquella sencilla estratagema había
conseguido mantenerle en tensión un puñado de semanas, a él que se tenía por
imperturbable. Se preguntaba por qué no aparecía ya, ¿le habría pasado algo? ¿En
qué consistiría esa revelación trascendental que había decidido transmitirle?
¿Qué sabía de él? ¿Cómo se las arregló para acercársele tanto?
Observó otra vez el suelo húmedo y, como siempre, le
pareció atisbar hilachas de vapor escapándose por entre las losetas. Cerró a
medias los párpados para ver vibrar el aire entre el revoloteo de las palomas. Precisamente
esa trayectoria, la forma en que se movían, siempre en circulos, desvelaba el enigma del cosmos.
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