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martes, 10 de mayo de 2016

Spotlight (2015)

Es inevitable, y hasta encomiable, que una serie de actos delictivos, además de denigrantes para la especie, protagonizados –para más inri– por los autodenominados modelos de moral y justicia en nuestra sociedad judeocristiana, sean aireados y denunciados por el arte para suscitar la reflexión y repulsa del público. No obstante, en este caso concreto, tan repulsivo como delicado de abordar, además de atroz, inhumano y monstruoso, me surgen las dudas. Me molesta, incluso, que se informe de ello en los medios con toda naturalidad, como si fuese una noticia más entre otras. Pero nada –ni siquiera el homicidio– repugna tanto a nuestra dignidad de seres humanos y, por tanto, nada merece tanto nuestro silencio como esos atentados vergonzosos. Porque guionizar y representar algo dejando que forme parte de la lista de argumentos posibles y, de ahí, pase a integrar, quizá, la nómina de subgéneros dramáticos del cine o la literatura, supone normalizar su existencia, banalizarlo de algún modo, olvidar el respeto debido a los derechos inalienables de nuestros menores de edad.
Castigar, juzgar, condenar y encarcelar es un cosa, propagar lo ocurrido a diestro y siniestro, otra muy diferente. Por eso, no tengo más remedio que aplaudir el enfoque de esta película que da a conocer un conjunto de episodios de forma puramente enunciativa, sin entrar en detalles ni otorgar al morbo ningún protagonismo. Esto es así porque, al centrarse en la investigación periodística, aparta del primer plano los hechos en sí mismos focalizando la atención en los culpables, en la necesidad urgente de que sus delitos no queden impunes, en la radical inmoralidad de los hechos, así como en las consecuencias traumáticas producidas en las víctimas.
No podría decir si fue esa delicadeza lo que vio en Spotlight el jurado de los Oscar, y el público que ha acudido masivamente a verla, o si fue la fidelidad a la historia, la magnífica interpretación actoral, el guión impecable, la fotografía o la puesta en escena. Probablemente, todo en uno. Aunque, he de decir, ejemplos de buen cine los ha habido a toneladas a lo largo de su historia, mucho menos, películas que salgan airosas tras internarse en terrenos tan escurridizos como el que trata, que nos indignen, que estimulen nuestro espíritu crítico sin decir una sílaba ni añadir un fotograma más de lo conveniente. Esto es, de verdad, oro puro, algo muy difícil de encontrar en la ficción de todo tipo que conforma nuestro acervo hasta hoy.
Todavía va más allá, ya que no se trata de un relato maniqueo. Aunque de forma algo idealizada, se ciñe a lo que recogen las crónicas y eso supone poner en tela de juicio a los propios paladines de la justicia, señalar que alguno de esos periodistas –que se dejan la piel luchando contra el viento y marea del secretismo, poniendo en peligro trabajo, prestigio y todo lo que han conseguido tras tantos años de bregar con la actualidad diaria– no lo hizo siempre así de bien, que traspapeló la información años antes, probablemente por cobardía y desidia, desperdiciando la oportunidad de que se hiciese justicia en su momento.
(Con el apelativo de Spotlight se denominó en su día a un grupo de periodistas de élite de la plantilla del Boston Globe que en 2002 decide investigar un número inaudito de casos de pederastia ocurridos en la ciudad y protagonizados por sacerdotes obteniendo por ello el Premio Pulitzer un año más tarde).

·         Director: Thomas McCarthy
·         Reparto: Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams, Liev Schreiber, John Slattery, Stanley Tucci, Brian d’Arcy James, Gene Amoroso, Billy Crudup, Elena, Wohl, Doug Murray, Sharon McFarlane, Jamey Sheridan, Neal Huff, Robert B. Kennedy, Duane Murray, Brian Chamberlain, Michael Cyril Creighton, Paul Guilfoyle, Michael Countryman
·         País: Estados Unidos
·         Duración: 121 minutos
·         Guión: Thomas McCarthy, Josh Singer
·         Música: Howard Shore
·         Fotografía: Masanobu Takayanagi
·         Género: Drama

jueves, 5 de mayo de 2016

La Baronesa (IV)

La linterna de un ferroviario con visera barría el andén arriba y abajo. Me acuclillé en el mismo borde intentando hacerme pasar por un bulto y, en cuanto el tren se retiró y tuve espacio para hacerlo, me deslicé por las baldosas mojadas, salté a las vías y me mantuve pegada al hueco del resalte sin perder de vista lo que ocurría por encima de mi cabeza, hasta que me pareció que no había peligro. Al rato, me acerqué al cristal de la oficina donde la luz del farol más cercano me desveló un bulto oscuro adormilado sobre el jergón del fondo. Aún así no las tenía todas conmigo. Caminé con la espalda en la pared hasta llegar a la sala de espera, luego empujé un portalón y salí a una explanada solitaria. O no tanto. Me inquietaba que alguno de los cuatro o cinco coches dispersos por el recinto ocultasen a Dios sabe quién.
Notaba la piel pringosa. Debía oler tan mal como los cubos de basura arrinconados contra la tapia de la derecha. Me pareció nauseabundo aquel sitio, pero como era el refugio más seguro que podía encontrar por el momento, me abrí paso entre recipientes de zinc que me llegaban al hombro y aparecí en el callejón, empedrado y rodeado por tres o cuatro puertas tapiadas, donde me pareció estar a salvo por fin. Pasé toda la noche tiritando de frío y aguantando un asco feroz, pero conseguí apartar el miedo y hasta echar algún sueño de más de diez minutos.
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No dormir es bueno, proporciona tiempo extra para pensar en lo que importa. Y en aquel momento solo podía pensar en comida, o en hambre, que para el caso es lo mismo. Siempre creí que era el hambre lo que me había expulsado de mi pueblo, pero hambre, lo que se dice hambre –ahora lo sabía– no había pasado nunca. Era escasez, no hambre, lo que me transformó, de la niña dócil que había sido, en la muchacha resentida, malhablada y soberbia que salió de allí sin mirar atrás, hambre lo que me provocaba un continuo estado de nervios y me impulsó a hacer lo que fuera para que cambiase algo. Confieso que en algún momento de furia, influenciada por las películas de gánsteres que veía de gorra en el casino del pueblo, llegué a considerar el asesinato, un crimen perfecto que me proporcionase una vida digna. Pero no conseguía encontrar la relación entre eliminar a alguien –el dueño de las fincas que cultivaba mi padre, el casero, algún director de banco que imaginaba con puro y chistera– y la consecución de un bienestar que creía merecer más que mis convecinos y, por supuesto, más que el resto de mi familia.
El hambre es un ratón que primero se acurruca en tu estómago, hace chillar a tus tripas y luego se revuelve provocando dolor y rabia. Pero eso no es nada: el tiempo va pasando y empiezas a sentir debilidad, te duele la cabeza, los hombros, se te aflojan las piernas, sueñas con manjares de aromas exquisitos que humean sobre fuentes enormes. Y esa fase todavía es tolerable, lo malo viene horas más tarde, cuando dejas de soñar, no sientes la cabeza y las extremidades se han convertido en unos trapos lacios que no te responderían suponiendo que quisieras moverte. Pero tu voluntad se evaporado, ahora todo se reduce a un sopor continuo unido a una fuerte punzada en la boca del estómago, como si el ratón se entretuviese en arrancarte las tripas.
Me encontraron así, casi inconsciente, al alba, cuando los barrenderos entraron a llevarse los desperdicios del día anterior.
(Continuará)