Mi padre frenó en seco. Mamá nos riñó a los dos:
-¿Ahora qué pasa? ¿Sois bobos o qué? ¿No veis que podíamos haber provocado un accidente en cadena?
Las regañinas de mamá eran así siempre, entre signos de interrogación, tan obvias que ni siquiera la oíamos.
-Mira, ese perrito...
La carretera estaba casi vacía. Aparcamos en el arcén.
-Ni se os ocurra recogerlo, a saber lo que llevará encima.
Mi padre se acercó pensativo, le acarició el cuello, era evidente que dudaba.
-Parece sano. Y muy dócil, ¿verdad?
El perro lo miraba como si le diese la razón.
-Si quieres perro, mejor te compramos un cachorro. Lo crías y te querrá siempre, este en cambio...
Puse morro y fruncí el ceño, era un recurso que no fallaba nunca.
El veterinario confirmó su buen estado de salud, nos informó de la edad, hizo recomendaciones que me importaban poco. Le compramos un ajuar, entró en casa sacudiendo las orejas.
Pasamos todos la noche en vela, Canuto arañaba la puerta de mi cuarto, aulló hasta el amanecer. Ya no volvió a quedarse en el pasillo.
Tampoco consentía que saliese yo. En cuanto me veía coger la cartera, mordía la falda del uniforme. Luego lloraba y lloraba hasta mi vuelta.
-¡Angustia de perro! Nos está haciendo la vida imposible.
Con los ojos nos decíamos que mamá tenía razón, aunque doliese.
Lo de la fiesta se le ocurrió a ella. "Por el comienzo del curso, dijo. O por lo que sea, no hace falta un motivo para invitar a los amigos del cole."
No sé si tenía un plan o solo quería distraerse. El primero que llegó fue Carlitos, tan soso como siempre, sosteniendo su caja de rosquillas como si fuese una bandeja. Algunos venían juntos, traían a primos y hermanos, casi todos llevaban algo: caramelos, tebeos, un parchís para jugar en la alfombra... Nos abrazamos y chillamos contentos de vernos otra vez. Canuto no apareció en toda la tarde.
Nunca volvimos a verle, se llevó su chupete azul.