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jueves, 5 de febrero de 2015

Kalashnikov y libertad de expresión

Todas las religiones son iguales

¡Ah, las religiones! Quizá el arma de doble filo más potente que existe. Naturalmente, en algún momento tuvieron su razón de ser, de lo contrario, no se habrían convertido en una constante de las civilizaciones. Cuando las sociedades primitivas crearon sus mitos, los primeros relatos que les definían y les ayudaban a reconocerse, incorporaron a esos seres supremos –uno o varios– invisibles e incorpóreos, sin ubicación definida, dotándolos de todos los poderes y –salvo honrosas excepciones como las sugestivas y respetuosas divinidades grecolatinas– les autorizaron para intervenir, prescribir, dictaminar, juzgar a los seres humanos y hasta condenarlos a penas terribles. El motivo: que a falta de un corpus legislativo se había hecho imprescindible crear normas de convivencia y asegurarse de su cumplimiento; que en ausencia de investigación científica había que explicar orígenes y causas; y obviamente, que era preciso tranquilizar los ánimos de un pueblo que ha adquirido conciencia de finitud.

Con el paso del tiempo, el conocimiento fue sustituyendo a la creencia convirtiéndola en irrelevante. Pero aún subsiste una gran inercia favorecida por los poderes fácticos que, con la excusa de un pretendido respeto, encubre la necesidad que estos tienen de mantener la irracionalidad y la ignorancia. Condiciones estas peligrosas en sí mismas, pero infinitamente más cuando quienes las padecen se consideran portavoces del más allá, y por tanto investidos de todos los poderes y dotados de una autoridad incontestable. Si se piensa bien, es para echarse a temblar la soberbia que puede originar todo esto en según qué personas. Soberbia que se transforma en temible indignación cuando comprueban que las demandas exigidas por la divinidad no son atendidas por la totalidad de los seres humanos, o al menos no con la urgencia que en su imaginario particular consideran imprescindible.

Es lo que tiene hablar en nombre de dios, una experiencia incomparable por la sensación de poderío que produce. En cualquiera pues, como sabemos, la palabra divina no admite discusión y quien la pronuncia, ya sea un obispo, un iluminado, un guerrillero o un profeta, debe ser obedecido al momento, punto por punto y sin rechistar.

La ceguera
Aunque a nosotros nada de eso nos afecta. En nuestro bien organizado mundo, vivimos envueltos en un confortable sopor, en nuestro individualismo, disfrutando de nuestras más o menos arraigadas creencias o de la falta de ellas. Nuestra sociedad es civilizada, no hay que dar cuentas a nadie, ya tenemos suficiente con salvar diariamente la empinada cuesta de nuestras preocupaciones.

El hombre occidental le pide mucho a la vida, está habituado a recibir, por eso espera y exige. ¿El qué? Todo y en el acto. Al haberse convertido en su propio dios, esta otra forma de soberbia tampoco tiene medida. Cada individuo forma parte de una sociedad organizada donde los imprevistos son mínimos y los medios abundantes. Puede permitirse el lujo de planificar su existencia. Aún así, se siente frustrado a menudo, cualquier decepción, por minúscula que sea, le altera desproporcionadamente. Todo le parece poco. Ya ha olvidado las condiciones de vida de sus antepasados, ni siquiera recuerda lo que sucedía hace solo unas décadas y, por supuesto, es incapaz de ponerse en la piel de los que habitan zonas del planeta mucho menos afortunadas que la suya.

Resulta paradójico que esa inexistente resistencia a la frustración consiga provocar más sufrimiento que la mayor de las miserias.

El espanto
La desgracia no tiene sentido del humor. Pero es que todos, absolutamente –y quien lo niegue que rebusque bien en su conciencia– guardamos zonas intocables, cuestiones que no admiten bromas, que para nosotros merecen el máximo respeto. Una cosa es el sentido del humor, otra la crítica razonada, y en un apartado muy distinto colocaríamos al pitorreo gratuito, constituya un medio de vida o no.

De lo que no se entiende es mejor no carcajearse. Entre nosotros ya hay suficientes asuntos que podemos parodiar con conocimiento de causa. Ya sé que están muy vistos, pero nunca está de más satirizar al poder y la religión de casa, motivos tenemos de sobra. Puede que si miramos más lejos no veamos con la suficiente claridad, incluso puede que, inconscientemente o no, lo hagamos movidos por la sensación de impunidad que produce.

Por desgracia, se nos escapa que, para algunos, esta parte del mundo representa la opulencia, que la técnica pone nuestro modo de vida –todo lo idealizado que podamos presentarlo– delante de sus ojos. Un espectáculo que debe resultar escandaloso en según qué contextos, incluido el más próximo, el de los que viviendo entre nosotros tienen vetado el acceso a una forma de vida sin sobresaltos. Aparecemos ante cualquiera de sus mundos con la mayor indiferencia, también con audacia, con ostentación, con toda la soberbia de que es capaz la opulencia que no sabe más que mirarse el ombligo.

Soluciones  
La solución más sensata –y la más justa– se hallará cuando se llegue hasta la raíz del asunto. Rasgarse las vestiduras, inculcar al ciudadano una mentalidad de bloques, demonizar, no arregla nada en absoluto. Declarar la guerra menos aún. Olvidamos que eso es lo que hemos hecho toda la vida, que en fechas bien recientes Occidente ha invadido países, que no son los demás quienes tienen el patrimonio de la violencia. Por cierto, ¿ha servido para algo?

Ni siquiera tenemos en cuenta un pasado en el que también tuvimos mártires, organizamos cruzadas, colonizamos países, evangelizamos indígenas, pasamos a cuchillo a los rebeldes. Evitamos reconocer que en esta carrera evolutiva la historia nos ha dado ventaja concediéndonos el tiempo necesario para superar nuestro particular medievalismo, por tanto, lo justo sería permitir que los demás evolucionen al ritmo que les plazca. A veces se nos olvida que aún conservamos residuos: velos monjiles, sotanas, ostentosas vestiduras clericales, represión, injusticia. Pero lo sencillo en estos casos es revolverse y atacar. Sencillo pero absurdo, pues ¿qué podemos esperar de ello más que el efecto opuesto a lo deseable? Lo sensato sería tragarnos la soberbia y ofrecer lo mejor que tenemos: paz, formación cultural y un reparto equitativo de los bienes. La violencia solo engendra violencia, con herramientas intelectuales y mucho que perder a nadie se le ocurriría volar por los aires en homenaje a un ser desconocido.

¿Utópico? Naturalmente. Cualquier conducta fructífera lo es, con todas las dificultades  que esto conlleva. No obstante, estas serían las únicas medidas capaces de contrarrestar un virus del odio que se está fomentando desde arriba y que –se mire como se mire– no acarrea otra cosa que unas expectativas nefastas.

2 comentarios:

  1. Tienes mucha razón y ese "virus del odio" en gran medida es mediático. ¿Quién crea las noticias? ¿Quién vende las armas? ¿Qué intereses económicos e ideológicos hay detrás? ¿Qué luchas de poder? ¿Qué grandes negocios en el tema del petroleo? ¿Cuánto es lo que desconocemos? Sí, ahí está la cuestión. Hay que permanecer alertas. Al menos eso, podemos.
    Saludos.

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  2. Exacto. En la supuesta era de la información, vivimos más manipulados que nunca. No solo se selecciona el sesgo que se da a la noticia, es que incluso el contenido de las propias noticias está "teledirigido": se decide qué cuestiones se plantean y cuales se silencian de acuerdo con los intereses del poder. Por eso Internet adquiere un papel fundamental. Si después de la injerencia europea, la utilización abusiva de la mayoría absoluta por parte del gobierno y la limitación de libertad que supone la "ley mordaza" nos quedase alguna duda de que esto, de democracia, no tiene más que el nombre, solo tenemos que leer y escuchar a los medios.

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