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sábado, 5 de julio de 2014

El peso de la historia

 
El lugar era francamente siniestro, la cueva que hacía las veces de vestíbulo se resolvía en un pasillo abocinado que iba a desembocar, a su vez, en tres aulas polvorientas, situadas a derecha e izquierda e iluminadas por un ventanuco alto, algo mayor que un tragaluz, que únicamente los días de mucho sol, se dignaba arrojar una luz gris y sucia.
 
Las párvulas llegaban las últimas pues eran quienes tenían el horario más corto. Aquel primer día de curso, la superiora aguardaba tras las celosías para saludar a los padres solo con la voz. Lo había hecho casi todos los años, era de vital importancia que aquellos jóvenes, sobre todo si traían a la escuela al primogénito, se quedasen tranquilos aquella primera mañana. Había que convencerles de que sus hijas iban a estar en buenas manos, que no iban a llorar, ni asustarse, ni echarles de menos. Lo primero era escrupulosamente cierto, lo demás dependía, fundamentalmente, de lo más o menos enmadrado que estuviese la niña en cuestión.
 
Aurora solo tenía tres años y tres meses cuando entró, sobrecogida, en aquel convento, el lugar más sobrio y taciturno que había visitado hasta entonces. Se despidió, sin demasiada convicción, de su padre, que había pedido el día libre en el trabajo para ejecutar con todo rigor la ceremonia de poner a la niña de sus ojos en manos de unas perfectas extrañas por muy monjas de clausura que fuesen. Aquello amenazaba con convertirse en rutina: tenían otro hijo, más pequeño, y ya estaban esperando el siguiente. Para solo cuatro años de matrimonio, podía afirmarse que la cosecha había sido más que espléndida. Pero intuía que nada sería como aquella primera vez. El temblor de las manos, la boca pastosa, el corazón que se resquebraja, entrañas que se abren como si un cuchillo hubiese penetrado allá dentro. Ni una migaja de ese dulce dolor le invadiría de nuevo por muchos hijos que concibiese ni por muchos días libres que solicitase en adelante al banco.
 
Hubo algún conato de berrinche pero venció la curiosidad. Aurora estaba descubriendo un nuevo territorio, mucha gente nueva y, desde luego, sus propios límites. Cuando preguntó por su orinalito, le empujaron con suavidad al pequeño retrete de su clase. Bebiendo agua a morro en el lavabo entendió que, del vaso, se puede prescindir. A media mañana, cuando levantó la vista de la cartilla que estaba manoseando, cansada ya de ver dibujos y garabatear sin sentido en su cuaderno, se encontró con un hombre en miniatura, colgado de dos palos cruzados, que la contemplaba angustiado desde la pared frontal, junto a la bandera española, el retrato de Franco y el de José Antonio.
 
Aquello le pareció horrendo, aún no había aprendido la palabra crimen, pero toda la magnitud de la tortura que se puede infligir a un ser humano cayó sobre sus hombros pequeñitos. Por primera vez, se sintió aterrorizada pero lo sobrellevó bastante bien porque aún no sabía lo que era el terror. Preguntó pero no le contestaron. Hubo algún conato de respuesta, sí, pero no la satisfizo. Hasta una mente de tres años ha desarrollado ya una cierta lógica. Cuando, por fin, llegó a casa y reclamó una explicación convincente no entendió lo que le decían. ¿Jesucristo? ¿Y ese quién es?
 
A partir de ese momento, se suceden las incongruencias. ¿El niño Jesús y ese hombre, viejo, derrotado, famélico, son la misma persona? Si lo dicen su padre y su madre a ella no se le ocurre dudar de su palabra, pero su cabeza no es capaz de abarcarlo todo. Al niño le conoce bien, o eso creía ella, es pequeño, como su hermano Andrés, algo más rubio que él pero igual de sonrosado y mofletudo. Es al que reza cada noche con las manos juntas mientras su abuela le arregla el embozo. ¿Cómo ha podido hacerse envejecer tan de repente? ¿Cuántas cosas han pasado en el rato que ella estaba en el colegio? ¿Por qué nadie se lo ha dicho? ¿Por qué ninguno de ellos se extraña de tanta monstruosidad? 
 
Se le saltan las lágrimas recordando el sufrimiento de aquel cadáver doliente. Esa noche tarda en dormirse casi cinco minutos. Se ha quedado pensando en algo que, por mucho que se esfuerza, no puede traducir en palabras. Sus razonamientos son como globos de colores que explotan en el fondo de sus ojos; es incapaz de asirlos, puede verlos pero no encuentra un sentido a todo ese amasijo de conceptos sin forma.
 
Aurora jamás podrá explicar lo que sintió aquel día: cuando crezca y cuente con suficiente material para desarrollar un razonamiento, cada una de aquellas escenas se habrá borrado de su mente como si le hubiesen pasado una esponja.

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