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martes, 15 de julio de 2014

4 meses, 3 semanas y 2 días (1ª Parte: O de cómo nos engañaron limpiamente)

 
Nunca tanto como ahora hemos podido decir con propiedad que vivimos en tiempos revueltos, es evidente que todo está patas arriba. De acuerdo, ha habido épocas peores, por ejemplo las bélicas pero esas entran en la categoría de convulsas. Sin mencionar que muchos hablan de la crisis presente como una guerra sin armas, que no incruenta, pues, por desgracia, la situación actual ha robado ya muchas vidas.
Pero hoy no vengo a hablar de la crisis. La cuestión radica en que la sociedad había llegado a un consenso, en que habíamos aceptado una forma de vida a gusto de la mayoría, en que las mujeres empezábamos a tener voz por fin, en que los retrógrados y cavernícolas empezaban a limitarse a su reducto, como cada hijo de vecino por otra parte. Ojo: tampoco es que hubiesen perdido su influencia. En España, amenazar con el infierno, o con el rechazo social que en ciertos casos es casi lo mismo, todavía logra agachar muchas orejas. Por tanto, esa prepotencia de los poderes tradicionales, sin haberse erradicado del todo, no había tenido otro remedio que ceder algo de terreno a la razón, al derecho de la gente a vivir su vida en paz sin tener que rendir cuentas a nadie.
Entonces llegaron ellos. Sí, como en una peli del Oeste americano. Con la pistola humeante y el sombrero de ala ancha de la mayoría absoluta en las urnas. O lo que es lo mismo, con patente de corso para imponer de nuevo sus trasnochadas reglas en esa finca particular llamada España que –ellos creen– les ha regalado el pueblo con el simple gesto de introducir un sobre en una urna. A veces me pregunto en qué estaban pensando los votantes a quienes no beneficia este estado de cosas, pero me parece que en estos tres años ya han pagado con creces su error, se han lamentado y arrepentido lo suficiente, han tenido que abrir los ojos de golpe casi desde el día siguiente de votar. No merecen que nadie les reproche nada pues en el pecado llevan la penitencia. Una frase muy propia de los meapilas pero totalmente certera en este caso.

Señores y señoras, no sé si se han dado cuenta de que estamos perdiendo los derechos. A pasos agigantados, además. Los laborales, los de manifestación bajo fuertes amenazas penales, incluso el de opinar libremente. Y algo fundamental, por lo que luchamos duramente a lo largo de mucho tiempo y que nos había costado sangre, sudor y lágrimas: el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo.
¿Quién fue el guapo que propagó la enorme falacia de que Alberto Ruiz Gallardón era la cara progresista del PP? Yo nunca lo he visto así, y hasta empezaba a convencerme de que la confundida era yo, de que me había convertido en una miope absoluta, de que alguna señal se me escapaba, de que si todo el mundo creía en ella la supuesta manga ancha del –por entonces- alcalde de Madrid tenía que ser una realidad.
Cada vez estoy más convencida de que los estados de opinión se propagan a la velocidad del viento. La gente los adopta sin cuestionárselos en cuanto ve que su entorno los defiende. Lo del talante liberal de este político era una tontería sin mayor consistencia. Ahora cuesta encontrar a alguien que esté dispuesto a aceptar que opinaba así.
Y ¡claro! Como todo el mundo sabe, los lobos con piel de cordero entran en corral ajeno mucho más fácilmente. El actual ministro de Justicia ha sido lo suficientemente hábil como para convencer al Gobierno de que era uno de ellos mientras aseguraba a la gente de a pie que podía confiar en su gestión. No olvido que para acceder a su puesto actual no ha tenido que pasar por las urnas, pero tampoco se me escapa que, al formar parte del equipo de Rajoy, tranquilizó en cierto modo a muchos posibles votantes.
Cuando nos despertamos al día siguiente, o en cuatro meses, tres semanas y tres días, ya nada se parecía a lo de antes.
 

 
 

 
 

 

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