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viernes, 4 de abril de 2014

El internado

La acera, engullida ya por la noche, se ensanchaba según avanzábamos pero ni Manina ni yo podíamos verla, lo que marcaba su límite era la alineación de las viejas farolas de hierro. A su luz, anaranjada y mortecina, caminábamos a trompicones, atascándonos de pronto en los desperfectos de las baldosas. Por encima de esas pantallas cuadrangulares alumbradas apenas, una neblina grisácea era la única apariencia que la noche permitía dar a las acacias. Ni siquiera habían dado las nueve, pero esa era la hora marcada como límite por las monjas para admitir a las internas y debíamos apresurarnos si no queríamos recibir un rapapolvo. O eso imaginábamos, pues era la primera vez que íbamos tarde, no recuerdo ya por qué razón. 
Nos paramos delante de la verja. El portón era sólido y macizo, tan férreo y sin fisuras como la disciplina a que nos sometían allá dentro. Su marco superior se hallaba rematado por volutas y una roseta central con el escudo de los marqueses de Garmendia. Recordaba el primer día porque se me concedió el dudoso privilegio de contemplar, a pleno sol, el campo de espigas, las cadenas y, lo más impresionante de todo, un león con las abiertas fauces dispuestas para engullirme.

De la jamba derecha colgaba una fina cadena. Pronto aprendías que había que tirar de ella varias veces hasta conseguir que te oyese la portera, esa figura enjuta y enlutada, con moño negro y nariz aguileña, muy parecida a las amas de llaves del Hollywood de los años cuarenta a la que, dábamos por descontado, se había reclutado siendo muy joven, casi una niña, quizá desde que se fundó el colegio, más de siglo y medio atrás, y que desde entonces jamás se había movido del tabuco.
Una vez más, como cada domingo, dejé la mente en blanco mirando sin ver los gruesos muros de ladrillo carcomido por el tiempo, la erosión de sus junturas que envolvía el edificio entero en un polvillo grisáceo. Un chirrido prolongado, muy similar a los efectos sonoros de las películas de miedo, nos indicó que la mole cedía con su lentitud exasperante, como la compuerta de un buque, o las fauces de una bestia relamiéndose ante la expectativa de triturarme lentamente.
Caminamos por el sendero de gravilla hasta salvar los metros que nos separaban de la escalinata central. A ambos lados, parcelas ocupadas por arbustos convertidos en amenazantes masas negras a la incierta luz procedente del vestíbulo que en los días primaverales exhibían su brillo, el colorido de sus flores, su verdor y exuberancia.
Mientras subíamos, entre sombras que proyectaban otras sombras, sentía el temblor de mis piernas un domingo más, y llevábamos ya cuatro meses haciendo el mismo recorrido una semana tras otra. En mi particular percepción del tiempo había transcurrido un siglo, lo que hacía poco probable que fuera a acostumbrarme nunca. En cuanto llegamos arriba, y antes de traspasar el umbral, me apoyé, como siempre, en la balaustrada contemplando el portón, cerrado a nuestra espalda otra vez, y añoré la calle que tardaría en ver una semana eterna.
Las hojas que conformaban la puerta principal de la vieja mansión de los Garmendia eran dos vidrieras, enmarcadas en caoba reluciente, cuyo abigarrado colorido representaba ramajes de formas caprichosas y pájaros exóticos. Empujamos el rectángulo inferior y nos encontramos en el enorme hall, frente a una nueva escalinata –esta de mármol y mucho más hostil porque tenía que subirla sola– saludando al recinto acristalado, que se levantaba en el margen derecho, desde el que la mujer de negro nos daba la bienvenida, e impresionadas, una vez más, por la visión de esa catedral en miniatura, o capilla magnífica y con pretensiones neogóticas, recubierta de ladrillos blanqueados que exhibía sus arcos, volutas, relieves y rosetones con descarada volubilidad.
Un domingo más, tras el último beso, resbalando en el pulimento de los escalones, sin volverme pero de todas formas viendo claramente a Manina con los pies clavados en la tarima reluciente –y un desgarrón en el alma parecido al mío– que me miraba subir ese tramo último, el del desamparo. Porque lo peor de todo era sentir en la nuca el frío tacto de los ojos enlutados que me obligaba a tragarme las lágrimas.

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