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sábado, 22 de marzo de 2014

La ilusión de mi vida

Acaba de entrar el invierno en mi barrio y a mí me duelen las bisagras. Hoy apenas he dormido. Anoche, aquí solo, en mi cuarto, compartí mis penas con el whisky y con los efectos de una llamada que había recibido esa tarde. Ella me enfrentó con mi futuro. Consiguió que me preguntase si lo que escuché podrá acabar, de una vez por todas, con esa vida angustiosa que ninguna botella, pastilla o papelina ha sido capaz de amortiguar o, por el contrario, será la pista de despegue para el viaje definitivo, el que me deje caer desde lo alto, me aplaste contra el suelo y me convierta para siempre en puro polvo.
 
Son las seis de la mañana. Yo, Alfredo Higueruela, acabo de salir de la ducha. Toca afeitarse, vestirse y salir disparado hacia el despacho. Costará mucho. A esta hora no hago otra cosa que temblar. En el fondo, lo que desearía es que me tragase la tierra, las ojeras me llegan hasta la barbilla, tengo cara de condenado a muerte. Recuerdo apenas por qué me encuentro en ese estado hasta que, con un tremendo esfuerzo, trasiego el primer café. Solo entonces empiezo a sentirme persona, logro atraer algún recuerdo y hasta pensar con menos confusión.
Henri de Toulouse-Lautrec - Alone (1896)
Les aseguro que soy gente de orden. Periodista en decadencia pero con un pasado brillante, soltero, a mucha honra, oficialmente fiel a mi novia de la infancia, algo mimado por una madre rezongona pero que no me niega ni un capricho. Estoy a punto de cumplir cuarenta y cinco, nacido y criado en un pueblo de Palencia pero incorporado a la sociedad madrileña desde el mismo día que entré en la universidad. Hace algún tiempo soñaba con una prejubilación de las de antes, pero la crisis económica que sufrimos me la ha arrebatado y me consumo en un cuarto apolillado esperando la carta de despido un día sí y otro también.
Es hora de dar un giro completo a mi vida. Después de tragarme mil y una novelas policíacas de cualquier nacionalidad, preferiblemente sueca y francesa, de consumir como un poseso toda la filmografía americana del género, de leer asiduamente las páginas de sucesos de los principales diarios del país, de grabar cualquier reportaje televisivo sobre crímenes para disfrutar de ellos al atardecer, cómodamente armado de copa y cigarro, puedo afirmar que estoy listo para convertirme en un investigador profesional. Naturalmente, necesito un mínimo de liquidez. Lo primero de todo, eliminar deudas; alguna tengo, sí, pero no es cuestión de airear los trapos sucios. Después, poner en marcha el negocio. Una oficina bien acondicionada y situada estratégicamente, licencia, publicidad, secretaria, administrativo, personal de limpieza, página web. Hace falta un buen pico pero puede que la vida me lo brinde. Ella es a veces generosa –hasta ahora con los otros– me pregunto si en un futuro próximo se dignará incluirme en su lista de beneficiarios. Puede que, aunque algo tarde, se me ofrezca la oportunidad de ejercer mi vocación.
 
Decía que alguien me llamó ayer tarde. Una voz quejumbrosa. Femenina. Cascada. Con acento británico. Explicó que estaba ingresada en un hospital londinense hojeando una guía telefónica que le había proporcionado su enfermera. Hablaba en susurros, se le entrecortaba la voz por los sollozos, parecía tan sincera. O yo necesitaba que lo fuera, es lo mismo. A trompicones comprendí que estaba desahuciada por los médicos. Geraldine Abbott, aquejada de cáncer de cerebro, encamada durante cuatro años, en el transcurso de los cuales había logrado que sus representantes rematasen su, hasta entonces, próspero negocio de antigüedades de la manera más honrosa posible. Preocupada por lo que será de su fortuna: cuatro millones, veinticinco mil libras sin destino por el momento, todavía ingresadas en el banco. Un dinero que desea regalarme en nombre de dios. Su voz parecía surgir de las profundidades de un túnel cuando me pidió que aceptase ser su heredero universal. Español y con mi mismo apellido fue el primer hombre de su vida. El que la amó apasionadamente. Aquel que le concedió el derecho a seguir viviendo poniéndola a salvo mientras se hundía el barco que les trasladaba a la luna de miel. Hasta ayer ningún Higueruela había tardado en colgar el teléfono más de veinte segundos.
 
Quizá toda esta historia no sea más que un cuento destinado a embaucar mentes crédulas, algo así como una estratagema para limpiar el bolsillo de los incautos. Pero a mí no me queda ya nada, ni un solo céntimo que puedan quitarme. Mi propia madre ha tenido que hipotecar su casa para sufragar mi alocada existencia, desprenderse de cada objeto de valor, vender hasta el último de sus recuerdos juveniles. Los acreedores nos acosan día y noche, temo entrar en la cárcel a no ser que un milagro lo remedie. He decidido que este sea, además, mi primer caso como detective, y sin necesidad de despacho o secretaria. Lo encuentro apasionante, pero, sobre todo, es la excusa que necesitaba para poner tierra por medio. Solo una trampa más, un baile de números en la cuenta corriente para poder coger el avión y listo. En este preciso instante atravieso el umbral de la redacción, pero mañana me concedo unas (aparentes) vacaciones invernales y voy a conocerla.
 
 

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