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viernes, 14 de febrero de 2014

Rojo y blanco

Levantó su copa y pensó largamente en el mar. Hubiese deseado derramarla y generar ríos y ríos de vino tinto corriendo a sus pies, desbordándose en cascadas por los socavones de la avenida. Pero el mar cristalino ganó terreno y volvió a verse en la cubierta del barco de su tío, con una camiseta a listas azules y su gorra inmaculada, como el figurín imberbe que fue en aquellos tiempos.
Joaquín Sorolla - Mediodía en la playa de Valencia
 
Ahora ya ni siquiera era canoso. Y al líquido que manaba a sus pies le había invadido la sombra. Se felicitaba por ello. La sabiduría nunca es gratuita, hace falta dejar por el camino casi todo lo accesorio, echar barriga quizá, convertirse en fiel servidor de algún dios funesto. Ni siquiera podía evocar el sol de aquel verano porque jamás había vuelto a Grecia y los recuerdos se le habían difuminado en esa atmósfera gris.
 
Sintió un escozor en el pecho y evocó el hundimiento de aquel catamarán, pero solo fue una excusa para expulsar las lágrimas antes de que le devorasen por dentro. En realidad su tío lo había vendido a muy buen precio, tras darle un buen lavado de cara, al primer extranjero que consiguió embaucar. Por lo demás, el puerto entero sabía que aquel barco estaba, igual que él mismo ahora, podrido por dentro y que, si intentaba salir de la bahía, corría el peligro de saltar por los aires.
Joaquín Sorolla - Viejo con un cigarrillo
 
Aún danzaban en su cabeza imágenes de cuerpos tostándose, pero nada como ahogarse en alcohol para curtirse y vivir con intensidad para quemarse. Por mucho que lo tratase de evitar, los recuerdos emergían una y otra vez, acribillándole como dardos feroces. Era evidente que aquello no tenía nada que ver con la nostalgia.
 
La acidez le invadió la boca del estómago. Por fin había logrado conocer los entresijos del anhelado mundo real, el suyo, que se materializaba en el suelo encharcado de Londres, las empinadas callejuelas del barrio, su amada taberna, el licor, la resaca y la noche. Tenía que enfriar un poco la cabeza, o bien unirse a los que bramaban allí dentro, un coro de llorones. A su lado nadie iba a fijarse en sus lágrimas.

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