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lunes, 10 de febrero de 2014

París, Texas (1984)

No estoy revisando los Palma de Oro. Sin proponérmelo, he vuelto a reencontrarme con otro de los premios pero no ha sido más que una coincidencia.
 
Veinticinco, treinta personas, reunidas en una sala para ver y comentar la película.
 
Uno de mis filmes fetiche. Desde que se estrenó en España, lo había puesto en un altar y ni se me pasó por la cabeza que mi impresión de ahora pudiese ser distinta. Pero lo ha sido. Y, entre espectadores enfervorecidos, neófitos la mayor parte, me he sentido un poco traidora. La cuestión es ¿a quién traiciono si la película ya no me apasiona como antes? ¿A mis compañeros? ¿Al director? ¿Al reparto completo? ¿Al cine? ¿Al arte en general? ¿O no soy yo, sino el tiempo transcurrido, el responsable de esa sensación inoportuna?

Puede que todo sea mucho más simple: cuando por los ojos de alguien han pasado tantas obras maestras necesariamente ha de poner el listón muy alto. Y París, Texas ha sido superada por ella misma, pues desde el momento que alguien contempla un producto magistral pide mucho más a todo cuanto ve después, incluido el propio producto.
 
Recordaba muy poco. El omnipresente desierto, un hombre, una mujer, una búsqueda, el diálogo interminable a través del cristal. Mi mente la había dividido en dos partes bien diferenciadas y un remate final. Eso lo encontré, pero apenas me quedaba noción del argumento. Tampoco había olvidado lo larga que era. No me perdono haber borrado al niño.
Pero la fotografía, sea porque la había enterrado ya, o bien porque su vigencia sigue siendo absoluta, me impresionó como pocas veces lo ha hecho una cámara de cine. Empezando por esa visión dramática y escultural del desierto que encabeza la narración y que continúa en el cuidado milimétrico de cada fotograma, en la acertada originalidad de muchos enfoques y, sobre todo, en el lenguaje de los gestos, en esos elocuentes primeros planos que retratan el pánico, la desesperanza, la miseria, la enajenación, el desamparo, la vergüenza, la inocencia, la reconciliación, la angustia y un infinito etcétera. Cada expresión es como un código del sentimiento que pretende expresar. Contribuyen, por supuesto, un casting inmejorable y unas interpretaciones tan intachables como convincentes.
 
Soy un desastre para escuchar música en el cine. Cuando me encuentro lo suficientemente  inmersa en la trama y la banda sonora se adecúa a lo que se me está contando, ni siquiera soy consciente de que suena. A pesar de todas las alabanzas que ha recibido y sigue recibiendo, esta vez tampoco la escuché. Imperdonable, de acuerdo, pero muy buena señal por mi parte.
 
Bien, parece que hasta ahora todas mis impresiones fueron excelentes. ¿Por qué entonces ese asomo de decepción, esa tibieza que casi me avergüenza confesar? Según creo, y al margen de las explicaciones anotadas más arriba –que, mantengo mientras no se me ocurran otras– el guión, una vez superadas la sorpresa inicial y la fascinación por los elementos visuales y auditivos, cojea más de lo que parece.

No me atreví a admitirlo en el debate. Claramente, era minoría entre un público impactado todavía por el peso de la historia completa y por la furia de las imágenes que acababa de recibir en pleno rostro. Pero si utilizo la expresión historia completa no lo hago de forma inocente. Me parece que el guionista se ha guardado trucos en la manga, ahorrando de esa forma esfuerzo y dinero al rodaje y creando unas expectativas que no se cumplen. Y afirmo que lo fundamental de una obra narrativa no es tanto el argumento –al que no quito ni un ápice de importancia– como la honestidad con que se desarrolla este.
 
En mi coloquio se habló de si encontramos o no verosímil que el hijo y la madre se abracen con ese amor a pesar del largo abandono por parte de ella y de la ausencia de recuerdos en el niño. Pienso que lo es. Se habló de cobardía, de celos enfermizos, de constantes trifulcas de pareja. Se comentó el tremendo incendio que se había producido a causa de un desatado e irresponsable impulso. Se especuló sobre la imposibilidad de rehacer la, ya lejana, relación, sobre los celos que vuelven a aparecer en la primera visita al locutorio, ahora con mucha más razón que entonces. Se soslayaron casi por completo los cuatro largos años que el personaje principal pasa enajenado, en pleno limbo, absorto en la desesperación más absoluta. Se supuso  que este realiza un gran acto de amor generoso renunciando a los dos seres que más ama al tiempo que deja al uno en compañía de la otra, pues ellos se necesitan casi sin saberlo; y que él, gran responsable a fin de cuentas de casi todo lo ocurrido, sabe verlo a tiempo y retirarse.
Un irreprochable análisis si prescindimos del hecho de que gran parte de lo que apunto más arriba no aparece en escena. El film se demora en larguísimas secuencias, rodadas con enorme dramatismo, eso hay que reconocerlo, pero despacha los antecedentes, esos trágicos sucesos que dieron lugar al presente, es decir la relación de la pareja, el accidente, el largo y áspero tiempo transcurrido desde entonces –lo esencial, en definitiva– con unas cuantas referencias lanzadas a lo largo del tenso diálogo final. Creo que esta ha sido la principal razón de que ahora, a diferencia de aquel lejano día de los años ochenta, no haya salido flotando del cine.
 
Sé que ha llegado a convertirse en una película de culto, pero cuando yo la vi todavía no lo era, ese estatus se lo dimos los espectadores de entonces. Ahora sería oportuno someter el guión a un debate –serio, sin complejos ni lugares comunes– entre espectadores veteranos y primerizos y analizar las conclusiones que se extraigan.     

·         Año 1984

·         Duración 144 min.

·         País: Alemania

·         Director: Wim Wenders

·         Guión: Sam Shepard

·         Musica: Ry Cooder

·         Fotografía: Robby Müller


·         Coproducción Alemania del Oeste-Francia-GB-USA

·         Género: Drama | Road Movie

 

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