El
hombre de la visera permaneció recostado junto a la ventanilla del
compartimento, con el loro posado en su hombro, durante los tres cuartos de
hora que duró nuestro trayecto.
Cuando
el tren paró y empezamos a recoger el equipaje, él no movió un músculo. Ricardo
lo miró con aprensión, pero no tuvimos certeza de lo que pasaba hasta que el
revisor, apartando maletas y bártulos, sujetó la puerta acristalada para
franquearnos el acceso al pasillo y le tocó en el hombro con la intención de
despertarle. El cuerpo se derrumbó con un estruendo enorme mientras el animal
revoloteaba por la estancia lanzando alaridos. Creímos entender que repetía “su
seguro servidor”, pero el tono era, sin duda, de pánico.
Finalmente,
acabamos arrestados los tres. Según parece, el loro atesoraba pruebas preciosas
que facilitarían la captura del culpable. En cuanto a nosotros, sin haber hecho
esfuerzo ninguno, adquirimos el exclusivo
–aunque dudoso– honor de la sospecha.
Vincent Van Gogh - Viaducto en Arles (1888) |
Admito
que me invadió el miedo. Ni siquiera siendo inocente se
encuentra uno a salvo de la cárcel. O quién sabe de qué más. La pena de muerte
continuaba en vigor por entonces y ni mi marido ni yo hemos sido nunca
demasiado hábiles en demostrar que no mentimos.
Nos
sometieron a un interrogatorio exhaustivo en el que nuestras respuestas sonaron
muy poco convincentes. No habíamos visto a nadie. Aquel desgraciado nunca se
movió. Tampoco el loro. Incluso habíamos echado una cabezada.
-¿En
solo cuarenta y cinco minutos han tenido ustedes tiempo de dormirse?
Hasta el
menor detalle parecía delatarnos. Nadie nos creyó. Confiábamos en la autopsia,
en las pruebas de ADN, en los registros que habían efectuado al resto de los
ocupantes del tren. Hasta en el loro confiábamos. Sin embargo, tras una noche en
el calabozo, incluso nosotros mismos comenzamos a dudar de nuestra historia.
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