Paco
y Cristina llevaban dos semanas de morros y no contestaban el teléfono. Cogí la
bici y me puse en marcha, sabía que, si me lo tomaba con calma, llegaría a mi
antiguo barrio de noche. Era la mejor manera de obligarles a que me invitasen a
cenar. Ya arriba, en los bultos borrosos que vislumbré tras la ventana de la
cocina al otro lado del patio de luces, me pareció adivinar dos figuras que discutían
la posibilidad de no abrirme. Fantaseé con la idea de quedarme allí días y
días, retándoles a que resistiesen, forzando la situación, hasta que acabasen
abriendo para no morirse de hambre. Imaginé, incluso, esa escena de los viejos tebeos,
donde se pintaba al que espera, fuese hombre o mujer, con una larguísima barba
blanca.
Pero
no hay que hacerme caso, yo siempre he tenido mucha imaginación.
Paco
abrió enseguida y, si se extrañó, no lo hizo notar.
-Entra,
anda. Te estábamos esperando.
Aún
me quedaba un resto de rebeldía.
-Desde
luego. Ya me ha dicho el gato que os había puesto al corriente.
Cristina
apareció quitándose el abrigo, me besó con la cara fría. Acababa de llegar de
no sé dónde. fue una casualidad no encontrármela.
-Anda,
anda. –protestó- Deja a Mancha en paz que el pobre no tiene la culpa. Coloca eso
en la percha y tómate una cerveza con nosotros.
-¿Te
gustan las alcachofas, Molina?
-Sí,
mucho, pero acabo de zamparme un bocata de atún.
En
momentos así, ¿quién tiene ganas de comer? Solo quería que me invitasen, no cenar
con ellos.
Me
apalanqué en el taburete de la entrada sin que nadie me lo pidiese. Ellos se
quedaron de pie, mirándome.
-Me
voy ya. Solo he venido a deciros que ha sido imposible sacar las entradas.
-¿Y
solo por eso has hecho dos horas de camino? –me espetó Paco- ¿No podías habernos
llamado
Pasé
por alto que no se habían dignado contestar.
-Pues
no. Hay veces que es mejor verse las caras. Escucha: en la obra que íbamos a
ver el sábado sacan una máquina de humo, velas y creo que hasta incienso.
-¡Hala!
¡Qué bestias!
-Ya
te digo. Aquello va a ser insoportable, creo que no voy a ir ni yo. Aún no
tengo asma pero, como se empeñen, al día siguiente estoy como tú.
-Oye.
–Cristina se quedó mirándome- Tú te quedas a dormir. Ya sabes que tengo camas
de sobra.
-Sí,
hombre. –Me levanté en el acto- Mucho gusto ¿eh? Tengo que irme.
Ellos
seguían de pie frente a mí como dos pasmarotes, muy quietos.
-A
este paso no volveré a pisar un teatro. ¿Es que no pueden vivir sin ensuciar
el aire? ¡Qué asco!
-Paciencia,
hijo. –Dije abriendo la puerta.- No se os olvide echar el cerrojo, quiero veros
cabreados mucho tiempo.
-¿Contigo?
-No,
con el mundo. Jajaja.
-Ya
has vuelto a dar el portazo, ¡capulla!
-No
os oigo. –Canturreé. Luego me metí en el ascensor. Ya podían ponerme verde si
querían, esta vez tenían mi bendición.
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