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lunes, 12 de agosto de 2013

La ultima llamada (Phone Booth) - 2002


Siempre es un placer desempolvar viejos, o no tan viejos, films, también un ejercicio de nostalgia. En particular, si ha transcurrido tiempo suficiente para que podamos contemplarlo con ojos distintos. En este caso, no se puede afirmar que estemos ante una obra maestra pero sí que se trata de digno ejercicio, repleto de guiños, contenido para reflexionar y un ritmo trepidante que consigue arrastrarnos así como una tensión que no afloja (casi) nunca.
Este es un ejemplar de indudable factura americana. Y es bueno que así sea, pues resulta evidente que los guionistas estadounidenses cuando tratan de adaptar un guion europeo suelen acabar banalizándolo. Como no entienden bien el propósito que ha originado el argumento, algo que se nota de lejos, se limitan a eliminar lo más escabroso, polémico o personal para dotarle de mayor salida comercial convirtiéndolo en producto de consumo (masivo y propio, se entiende).
En cambio, son fabulosos cuando lo que pretenden es retratarse a ellos mismos. Incluso las películas mediocres manifiestan una capacidad de observación que les aporta un matiz involuntariamente autocrítico.  Es decir, lo mejor que puede hacer USA es hablar de USA, pues si habla  de otros sitios o traslada a su terreno lo que ha escrito algún foráneo, inevitablemente, se pierde. Es lo que ocurre en este caso, este genuino producto estadounidense refleja una parte esencial de ellos mismos: herencia ideológica, obsesiones, prioridades éticas, costumbres y hasta remordimientos. Y una puesta en escena típica, con espectadores casuales que acaban siendo multitud, medios de comunicación y toda la parafernalia.

El núcleo de la escena –pues fundamentalmente hay una y podría adaptarse fácilmente al teatro– es un objeto de lo más trivial, aunque en la actualidad esté rodeándose de un halo romántico, pero es porque ya casi no quedan. Me refiero a la cabina telefónica. Hace ya muchos años, también nosotros tuvimos nuestra propia Cabina que no resultó indiferente a nadie. La España de entonces se retrató de la mano de Antonio Mercero, expulsó sus fantasmas y sus particulares angustias, criticó la censura que imperaba en la época, si bien con un tono más surrealista y filosófico y una intriga en absoluto realista, menos centrada en el destino individual del personaje pues era el futuro colectivo lo que preocupaba al español medio de los primeros años setenta.
No suelo destripar los argumentos a no ser que lo necesite para resaltar aquel detalle específico que me ha llamado la atención. No es el caso. Señalaré que su mayor cualidad, en mi opinión, es construir una historia completa –y más o menos compleja– con solo unos cuantos elementos visuales, y que su mayor defecto se encuentra en la moraleja, tan patente que el protagonista acaba confesando y arrepintiéndose de sus ¿pecados? públicamente. Ante todo un auditorio. Como a ellos les gusta.
El personaje del moralista –aquel que se cree con derecho a tomarse la justicia por su mano y a decidir sobre el destino de las personas que han tenido la desgracia de cruzarse con él–, a no ser que esté tratado muy torpemente, está de actualidad desde que el mundo es mundo y constituye otro de los grandes aciertos del film. En cambio, el personaje central se convierte en el punto más débil. Un hombre excesivamente apegado al dinero, superficial, nada solidario e infiel, para colmo. Sabemos de sobra que los deslices sexuales son los que más importan al espectador medio, en relación con ellos, cualquier otro tropiezo parece irrelevante. Esto da lugar a un maniqueísmo que es tentación fácil, pero también un peligro para cualquier artefacto narrativo que pretenda quedar en la memoria. De momento, puede incitar a su consumo, pero las cáscaras vacías revelan su falsedad más pronto que tarde.
 
Una advertencia: que no os pase desapercibido el giro final. Cuando ya creemos que lo hemos visto todo y distraemos la atención, se nos agrede con una nueva bofetada narrativa, genial para mi gusto. Pues la maldad –o su faceta más inteligente– consiste, precisamente, en eso. Eficacia plena. Garantía de éxito. El triunfo absoluto que la falta de escrúpulos produce.

A pesar de su patente artificio, tan real como la vida misma.
      
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