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lunes, 8 de julio de 2013

Las dos caras del sueño

Era el más alto de todos los que había conocido y desde el primer momento me sedujo como nadie lo había hecho hasta entonces. Yo tenía cinco años. Él era un muñeco poco corriente, no solo porque sobrepasaba mi cintura, es que por entonces ya no se fabricaban así. Mi madre lo sacó de su particular baúl de los recuerdos y decidió encomendármelo. “Ahora que ya eres mayor –anunció- te puedes encargar de él. Trátalo bien ¿eh? Se lo merece”.

Desde entonces nunca estuve sola. Cuando la barahúnda fraterna arreciaba y tenía que refugiarme en mi cuarto, él siempre estaba allí. Nos entreteníamos juntos. Yo leía mis tebeos en voz alta, señalándole con el dedo cada viñeta pues me constaba que nos reíamos con los mismos chistes. Pero su humor nunca fue idéntico al mío. Incluso en esa época le adivinaba un poco más ácido, con una carga socarrona que, aún sin comprenderla del todo, influyó enormemente en mi temperamento de adulta.
Era el único varón de mi prole, el que jamás lloraba, el que nació sin un mechón en la cabeza, el que tenía un tacto tan duro que jamás se deformaba al presionarlo. A veces llegué a odiarle por ser tan peculiar. Abultaba el triple que mi muñeca más voluminosa. Siempre tan circunspecto, con su ondita resaltándole en medio de la cabeza, la piel de cartón prensado y barnizado, camisa blanca y ese chaleco rojo, me recordaba al Tintín de los tebeos antediluvianos que rescatábamos del desván a veces. En la suela de cartulina blanca de uno de sus zapatos, mi padre escribió Jorgito con tinta de estilográfica. Pero yo siempre le llamé Jorge.

Aquel hogar de mi infancia siempre estuvo repleto de tesoros: viejas radios, máquinas de coser y de escribir esmaltadas en negro que, con sus patas torneadas y las teclas revestidas de aluminio, exhibían un empaque único, muebles de época. Añoro cada cuadro, cada primera edición, o aquellas viejas fotos que exhibían un mundo algo encorsetado, sí, pero cuya elegancia y delicadeza jamás volverá a repetirse. Jorge era lo único vivo en aquel encantador mausoleo, un amigo invisible al que podía ver y el compañero de fatigas que intentaba moldear a mi antojo. Aunque pinchaba en hueso pues, por suerte o por desgracia, me había salido respondón.
Pero no me convenía enemistarme con él. A veces, cuando muy tarde ya me enzarzaba con la aritmética y decidía dejar a medias un ejercicio de venta de terneros y compra de gallinas porque a esas horas me rechinaban los engranajes, lo encontraba por la mañana perfectamente resuelto.
Mark Ryden
Mi error fue presentarlo en sociedad. Mercedes se burló de él la tarde que lo descubrió espiándonos oculto por la casa de muñecas y, aunque yo lo defendí muy orgullosa, más tarde tuve que ocuparme de restablecer su dignidad. No se me ocurrió nada mejor que convertirlo en niña. Recorté una vieja peluca que encontré en el tocador de mamá y se la encasqueté en la cabeza pelada, de una pila de Burdas rescatados del armario del pasillo adapté un patrón muy simple y le confeccioné un vestido sin mangas. La tela era a rayas de color rosa y blanco que había sobrado de un retal. Sería nuestro secreto. Desde entonces fue uno más en nuestros juegos y nadie volvió a despreciarlo. Sin embargo me corroe la sospecha de que no me lo perdonó nunca.
 
Pero el tiempo no pasa en vano y cuando me cambiaron de colegio Jorge ya pasaba de los treinta. Le faltaba un ojo y tres dedos, estaba lleno de arañazos, tenía casi desenganchadas las piernas, su ropa de chico llena de agujeros. Hasta a mí me parecía un adefesio, cada vez que reparaba en su estado, tan lastimoso, me dolía el corazón. Fuese o no en sueños, muchas madrugadas le oía sollozar. Resolví pedirle a mi madre que lo enviase por barco a alguno de esos países donde no se fabricaban juguetes. Los niños de allí, suponía yo, no repararían en esas minucias. Pero ella alegó que Jorge no  estaba en condiciones de ser regalado a ningún niño, fuese del país que fuese y, ni corta ni perezosa lo llevó al Sanatorio de Muñecos. Cuando volví a verlo, otra vez tan guapo como siempre, me abracé a él y ya nadie pudo quitármelo.

A las compañeras del colegio nuevo se lo presenté sin tapujos, orgullosa, reconociendo que era chico y que era diferente. Ninguna se mofó de él pero me preguntaron por qué no lloraba. “Los chicos no lloran en público. –respondí- Yo le veo a veces arrugar la cara y echar lágrimas. Solo cuando piensa que no le estoy mirando”. Poco a poco fui perfeccionando mi versión. Reconocí que no hablaba pero tenía un motivo de peso: era sordomudo; por supuesto, andaba y sabía hablar en su lengua de signos. Todas admiraban a Jorge y yo había salvado su honor. De esa forma compartí con los demás su magia.
La complicidad duró hasta el día en que me fijé en el primer chico. Pero nuestra ruptura fue pacífica: él siempre me contempló serenamente desde lo alto del secreter.
 
 

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