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lunes, 22 de julio de 2013

La bicicleta verde (Wadjda) - 2012

Aires austeros, pobres y fundamentalistas en esta película rodada en Arabia Saudí donde la mirada limpia de dos niños logra poner una nota de frescura en medio del desértico machismo. Abruma y llena de estupefacción tanta injusticia, aunque ya la podíamos barruntar, tanta desigualdad descarada. Si bien algunos detalles traen recuerdos de otras épocas que muchos no habrán vivido pero conocerán sobradamente de oídas.

El argumento es sencillo. Esa niña que sueña con la bicicleta del título, una ilusión que le está vedada por haber nacido mujer. Pero su deseo no nace de la ignorancia, ella sabe bien dónde se mueve, esos ojos enormes y pizpiretos registran todo lo que ven. Precisamente, el conflicto a causa del transporte se produce en su propio hogar a diario: su madre es profesora y para trasladarse al lejano centro escolar donde ejerce ha de recurrir a un conductor. En aquel país las mujeres no conducen. Junto a este, otros muchos prejuicios van apareciendo con tanta velocidad como contundencia, así como la ternura, ironía e injusticia -y nada mejor que una mirada inocente para ponerlos de manifiesto-,  junto a todo el humor posible para dejar correr el tiempo de la manera más agradable.
Uno de los grandes aciertos del guión consiste en presentar como telón de fondo el conflicto esencial de la trama. Pues, tras las peripecias de Wadjda en su denodado esfuerzo por hacerse con la máquina, hallamos a unos padres al borde de la ruptura. Él aparece ilusionado con su nueva conquista que algún día le proporcionará el anhelado hijo varón, pero el respeto que ella siente por sí misma le impide transigir con una tradición tan humillante.

La niña representa a la generación que viene, la que, idealmente, habría superado esas trabas y a la que corresponderá una vida más satisfactoria en plena armonía con su ambiente; la que, haciendo abstracción del género, podrá desarrollar sus facultades y ser respetada por sus convecinos. Esto, al menos, es lo deseable para tantas jóvenes cuya existencia ha sido sepultada tras un muro de convenciones estúpidas.
 
Perfectamente verosímil la metedura de pata de la protagonista en el concurso, no tanto su resonante triunfo ante unas competidoras con una preparación consolidada. La inocencia y el legítimo orgullo se alían en ella para hacerle confesar públicamente que su esfuerzo no estaba guiado por la devoción. Su objetivo era mundano, sí, aunque legítimo, reivindicativo y simbólicamente igualitario.
 
La hipocresía, siempre directamente proporcional a la rigidez de los esquemas de una sociedad concreta, se personifica en la figura de una de las maestras que, mientras vela por que se cumplan las normas, o se ensaña con dos chicas por su conducta supuestamente indecorosa, o no quita ojo a nuestra Wadjda afeándole hasta el menor de sus actos, mientras sermonea a las alumnas incluso por alzar un poco la voz al considerarla un rasgo erótico en un mundo poblado de oídos masculinos, recibe a un amante en su propia casa nada menos. Pero una vida tan radicalmente hermética enseña a quienes la padecen a aguzar el oído y la vista; en estos casos, todo acaba sabiéndose y la credibilidad de estos individuos –que pululan por doquier y en esta parte del mundo conocemos bien, por desgracia– acaba cayendo en picado más temprano que tarde.
Los actores responden con creces a lo que se espera de ellos, tanto físicamente como con su espléndida actuación. La fotografía muestra una miseria que combina muy bien con la tristeza a que da lugar la marginación, la falta de libertad, la intromisión en la vida privada, la sospecha constante, y que coexiste con la celebración, con la algazara, la sonrisa cómplice, el cariño, dando fe, una vez más, de que la capacidad de adaptación del ser humano es inagotable.
Sin embargo, se intuye cierta dulcificación en lo narrado, no acabamos de creer, por ejemplo, que el dueño del negocio de bicicletas se muestre tan comprensivo ante una postura –la de Wadjda- que no consigue más que atraer la franca hostilidad de todo el mundo. El final, sobre todo, está claramente idealizado: el episodio de la bicicleta acaba bien, quizá demasiado bien para resultar verosímil, aunque responda a los deseos del espectador. Si bien, es cierto, todo continúa igual en el lúgubre barrio testigo de los hechos que se narran.
Una película sobrecogedora que, no obstante, se contempla con una sonrisa. Y puede que ese sea su mayor mérito.
 

2 comentarios:

  1. Muy aguda la crítica. Yo creo que el final feliz es una de las mejores cosas que tiene, y hace que su mensaje cale más serenamente que si la historia mostrase una trama agria y triste (a la que ya estamos acostumbrados, por desgracia). Por otra parte, está bien que el arte trascienda la realidad, y Wadjda consiga su bicicleta, ya que lo importante no es ni siquiera la carrera, sino el afán de no dejarse ganar por la desolación que tiene la protagonista, todo un ejemplo de resiliencia. Un saludo

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  2. Hola Miguel D. Muchas gracias.

    Bien, admito que una opción es acabar con un soplo de esperanza. Ante tanta amargura latente, que la niña consiga su bici, es un buen final y la posible anticipación de lo que será de ella en el futuro. Pero sigo pensando el/los guionista/s no se han roto mucho la cabeza en este punto: podrían haber justificado un poco mejor esa generosidad. Porque en el contexto que se presenta no me parece creíble, a no ser que me lo expliquen, que me den una excusa que pueda entender. Porque una cosa es lo que pasa por la cabeza del personaje-niña, a la que, seguro, le parece de lo más lógico, y otro la realidad que ve el espectador.

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