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martes, 28 de mayo de 2013

Madre pródiga

Mañana me voy a vivir a otro pueblo. Recuerdo el día que te conocí, entonces me prometí a mi mismo no moverme jamás de esta casa. Fue tan dulce la sensación que tuve al verte, me sentí tan indispensable. No tenía ninguna duda de que, a partir de entonces, iba a convertirme en tus ojos y tus piernas. No me importaba hipotecar el resto de mi vida para hacer la tuya mucho más confortable, ocupar mis horas en darte de comer, vestirte y entregarte mi cariño. No me importaba verme convertido en la mofa de todos. “Ese forastero –murmuran- que ha venido a enterrarse a esta pocilga, con la vida sonriéndole a raudales, en plena flor de la edad. No se puede ser más estúpido”. Lo sé todo porque cuento con aliados que me informan, la farmacéutica –una soltera que siempre me miró con buenos ojos pero me hacía falta estar libre para dedicarme a ti en cuerpo y alma-, el maestro, el dueño de la barbería. Aún sin confidentes, lo que piensan los lugareños es tan diáfano como el aire de los cerros en un día de sol, los niños me persiguen tirando piedras al aire: “Borrico, borrico” cantan y, aunque nunca se atreven a acercarse mucho, sus carcajadas me las trae el viento. Sé que todavía son inocentes, solo ponen en práctica lo que sus padres desearían y no se atreverán a hacer nunca. A pesar de todo, me enorgullecía de mi decisión, caminaba ufano por las calles empedradas, esquivando boñigas, asomándome a las cuadras para echar una ojeada a aquellos nobles animales con el mismo respeto que si visitase un santuario. No echaba de menos las calles asfaltadas, conducir mi último modelo, las comodidades de la casa en que nací. Ya había vivido todo aquello y no hubiese cambiado esta aldea por nada del mundo.
Pero durante cuatro años he tenido que soportar tus insultos y me doy cuenta de que he tocado fondo. No, no te equivoques. He llegado a amar tanto la vida rural que ya no volvería a la urbe pero, madre, necesito alejarme de ti. Me consta que, aunque no lo reconozcas, me sigues necesitando pero no puedo soportar más tus desprecios. No te bastó con dejarme abandonado al poco de nacer en la estación del ferrocarril, cuando nos encontramos, veinticinco años después, tú ciega, indigente y paralítica, comprobé que estabas cargada de rencor. El mismo que, en buena ley, me correspondería sentir por ti, tú lo has recogido y me lo arrojas con fuerza. Aún así, no conseguirás transmitírmelo, ese veneno no lo quiero en mi cuerpo. Quédate tú con él y déjame mudarme a otro lugar, tan idílico como este pero vacío de toda esa basura. Puede que allí conozca a alguna buena chica y comience una vida distinta, mucho más feliz que la de ahora. Puede que alguien se apiade de ti y se decida a cuidarte y darte de comer. Al fin y al cabo te conocen desde que eras niña, algo de cariño han de tenerte. Pero has de tratarles mejor que a tu propio hijo, ser mucho más amable de lo que has sido conmigo nunca.
Si no eres buena, por lo menos, madre ¡sé lista!

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