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jueves, 2 de mayo de 2013

El otro James Stewart

Cuando llegué al portal de Verónica eran las siete y veinticinco, justo la hora en que, a esa época del año, la tarde empezaba a decaer. Aún no se habían encendido las farolas y en las ventanas de enfrente no se veía luz eléctrica. Subí los escalones de cuatro en cuatro, llegué a la azotea y esperé allí, detrás de la garita donde el portero guarda sus enseres. Entonces me acordé de La ventana indiscreta, una película que, imagino, está en la mente de todos y pensé que si algún inválido soportaba el tedio de las horas detrás de los cristales del edificio de enfrente, quizá intentase emular a James Stewart. Podía creer que había presenciado un acto criminal aunque se tratase de una inocente visita a una amiga, un hecho ciertamente poco acostumbrado en aquel vecindario tan dado a la rutina, pero en absoluto digno de atención.
 
Empezaban a sudarme las manos pero traté de conservar la calma. Si un individuo desocupado y algo fantasioso, se entretenía espiando a esa hora, lo peor que podía ocurrirme es que me viese temblar. Me sentía una presencia sospechosa con mi traje de diseño y mis zapatos a medida entre los muros de aquel inmueble mugriento. Me volví para atisbar quién podía ocultarse detrás de aquella colmena de cuadrados relucientes, pero el sol al ponerse lanzaba destellos en la fachada ocultándome, a pesar de la cercanía, cualquier señal de vida que hubiese. Ese fue el único instante en que el fulano, digo, el jamestewart ese, pudo verme la jeta. Menudo galán de pacotilla, me gustaría poder vérsela yo a él. Si se cree que solo por eso se ha convertido en un gran detective va listo, no ha ganado nada con chivarse.

Me di prisa en bajar el tramo que me separaba de la buhardilla y esperé acuclillado en el rincón más oscuro a que su propietaria abriese la puerta. Mi intención era empujarla y entrar tras ella pero no quería hacerle daño, señor juez, si le puse en la boca un pañuelo empapado en cloroformo fue para vengarme un poco de ella dejándola dormir varias horas, una broma inocente. Quiero que conste que no hice nada más que intentar dar a Verónica el susto de su vida, pensé que así aprendería a no rechazar a los pobres hombres que se acercan a ella con toda la buena intención del mundo. Ella fue mi gran amor y yo no me merecía sus calabazas. Sí. Luego pasaron cosas. No puedo negar que se me fue la mano y la usé demasiado tiempo de mordaza, pero no tenía intención de dejarla seca. Estaba convencido de que dormía cuando, y sin tenerlo pensado, afané algunas cosillas de la casa. Era demasiado tentador, sobre todo la pulsera de diamantes, pero le juro por lo que más quiero que eso no era lo que tenía pensado al principio.

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