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lunes, 24 de diciembre de 2012

Los árboles azules 3: Descubrimientos

Auko nació un 11 de abril. Como era miércoles, todo el mundo andaba despistado, comprando la prensa sin detenerse a hablar con el quiosquero, sacando una mano por la ventanilla para recoger el periódico - los que conducían - mientras sujetaban el volante con la otra, devorando su sándwich de ensaladilla en medio del atasco; acumulando grandes dosis de paciencia, llegando tarde a trabajar, escuchando en la radio el último parte meteorológico, el chismorreo más atrevido de la semana, mecanografiando un informe mientras escuchaban los exabruptos del jefe que no se privaba de afearles la conducta pues, además de haberse retrasado más de veinte minutos tenían la manga izquierda de la chaqueta y la pechera de la camisa cuajadas de lamparones, peleándose con el abogado que les recurría las multas de tráfico, porque es imposible resolver nada cuando todos se alían en tu contra…

Egon Schiele "Haus mit Holzdach" (1915)
Según iba creciendo Auko, su árbol se iba cubriendo de pétalos y escondiéndola de la mirada de todos. Se acostumbro a ver el mundo entre las ramas. Aprendió lo que hacían los hombres, luego se fabricó una especie de escafandra con una bombilla pintada de verde, se vistió con papel de aluminio y salió a investigar. "Ya era hora" me dice, "tenía entumecidas las piernas". Bajó a la playa, anduvo por las calles, no se cansaba de ver y oír. Cuando decidió introducirse en alguna vivienda, pasó mucho miedo, siempre encontraba algún animal doméstico acosándola. Aterrorizada, tuvo que salir huyendo más de una vez. Por fin, recaló en mi escarpado refugio. El gato Mancha había salido a husmear el rastro de cierta comadre vagabunda y tardó mucho tiempo en conocerla. En el fondo es un animal amistoso, no ataca a nadie a menos que se sienta amenazado, entonces se convierte en una fiera.

Ya digo, era un alocado día más de aquel año demente cuando, en uno de los nidos olvidados de un árbol que no tardaría en volverse azul, nació una niña. Las flores todavía no eran más que capullos, pequeñísimos botones, del tamaño de cabezas de alfiler que ningún transeúnte distinguiría, pero nadie pudo ver al bebé porque era minúsculo. Solo los pájaros acudieron a saludarlo, solo ellos se congratularon de ese nacimiento.

Auko no come: olfatea. Le sirvo cantidades minúsculas en un platillo de café, lo que cabría en una hoja de parra sin hacerla oscilar. Se sienta muy erguida sobre dos o tres cojines y  no se lleva nada a la boca, solo aspira muy fuerte lo que ha desmenuzado antes. Lo que queda tiene el aspecto de un pedrusco.

Auko es una primorosa costurera. Ella misma fabrica sus vestidos con los trapos que encuentra tirados por ahí. Combina colores, se fabrica puntillas y volantes, mezcla trozos de cuero con telas, plásticos y toda clase de materiales flexibles. Lavar no entra en sus cálculos, una vez usados los tira y se fabrica otros nuevos. Es artesana por naturaleza, necesita construir tanto como respirar y, desde luego, mucho más que comer.
Emil Nolde - "Figures Craning their Necks"

Se ha convertido en mi confidente. Salimos en bicicleta a pulsar el ambiente del paseo marítimo, nos gusta mirar a los que pasan, revolver las baratijas de las tiendas y nadar despacio hasta la isla. A Auko todo le hace gracia. Tiene una mente curiosa y una forma de ver las cosas muy particular. A veces la llamo mi pequeña filósofa. Pero no he conseguido que entienda la actividad que desempeña un filósofo. “¿Una persona que se dedica a pensar?”, se sorprende, pues no entiendo por qué solo piensan unos pocos. Y todos los demás, mientras tanto ¿qué hacen? ¿No han nacido todos con cerebro? No entiendo como lo pueden dejar quieto, a mí me parece que es imposible no hacerse preguntas, no intentar responder a todas las cuestiones que plantea este entretenido mundo.”
Auko tiene razón.
Me maravilla esa forma suya de captar el entorno. Cuando lee registra palabras enteras: ella no entiende nada de letras. De números, menos aún.  Acepta que la uve sea la inicial de violín pero le recuerda mucho más a un arpa. La eme de madreselva se desparrama como el helecho, no imagina qué pueden tener en común un gorrión o un guijarro. Tampoco en esto se equivoca, su memoria es prodigiosa y su forma de relacionar elementos muy distinta de la mía. Habrá que dejar que discurra de la forma que mejor le dé a entender esa mente fantástica que le ha tocado en suerte.
(Continuará)

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