Aquella tarde llamó mi cuñada llorando. Mi
hermano y ella habían tenido una de sus discusiones antológicas, en las que
volaban platos, zapatos y hasta el gato una vez fue lanzado por los aires. Era
un sábado de otoño, lloviznaba, mis hijos habían ido al zoo con su padre, o esa
fue la primera idea porque creo que finalmente acabaron patinando sobre hielo
en pista cubierta y cenando toneladas de grasa en forma de hamburguesa gigante
con ración extra de patatas. A mí, si les digo la verdad, lo único que me
apetecía era tumbarme en penumbra, envuelta en música suave y fingir que leía a
Proust en el Kindle antes de quedarme dormida. Pero una dispone y la familia
–aunque sea política y sin contrato matrimonial– dispone, o más bien abusa de
tu bondad, pereza para argumentar o lo que sea. Quedamos en la esquina de
Leganitos y nos encaminamos a la calle Princesa donde habían abierto un pub
para carrozas que según los informantes de Carmen tenía auténtica clase, sea lo
que sea eso, que a la hora de la verdad nadie es capaz de definir. Ni
que decir tiene que estos planes nuestros tampoco llegaron a buen puerto. En la
escalinata del Plaza había dos chicos sin paraguas esperando a que escampase. Primero nos hicieron
reír con sus bromas y luego nos convencieron para que les acompañáramos a un
hotel de la calle Arenal. No piensen mal, nos invitaban a probar las mejores
tortitas con nata de Madrid, según ellos, en la cafetería del establecimiento
propiedad de la familia de Javier. El primer Javier de una larga lista.
No llegué a probar las tortitas, sino un
crepe de frutos rojos que compartí con Carmen y un Blody Mary que Victor pidió sin mi permiso y del que solo
bebí dos sorbos porque siempre he pensado que el alcohol y los desconocidos no
combinan bien, diga lo que diga mi cuñada, que me acusa de estrecha en cuanto
tiene ocasión. Ella, en cambio, ama la aventura en todas sus variantes, así que
picó y se fue con ellos al piso que compartían. Parecían formales pero
nunca se sabe, así que conduje preocupada y no me tranquilicé hasta que de madrugada sonó el
teléfono despertando a toda la familia y comprobé que llamaba desde casa. Casi podía escuchar los ronquidos de mi colérico hermano que, por cierto, también se llama Javier aunque
no tenga arte ni parte en esto.
Solo diré que ambos acabaron haciendo las
paces, como era de esperar conociendo su historial de peleas, y que Carmen se
negó a comentar lo que había pasado esa noche. Me pareció lo normal, dado el
parentesco que nos unía por entonces, pero creí percibir cierta amargura en sus
evasivas y hasta es posible que le hubiese venido bien sincerarse. Debería haber
sabido que no pensaba juzgarla y que le hubiese prestado mi hombro, y hasta el
pañuelo, con mucho gusto.
Victor me llamó aquella mañana Me
extrañó doblemente, ya que desde el principio me habían emparejado con
Javier, y más aún la urgencia con la que reclamaba una cita. Parece que no había
tenido mucho éxito con Carmen pero yo por entonces era una mujer felizmente
casada y fiel por encima de todo. Estuvo insistiendo un buen rato mientras mi
hijo mayor me lanzaba miradas inquietas. Fue una situación incómoda.
Luego hablamos muchas veces. Solía llamar
antes de que los chicos volviesen del cole; Arturo llegaba sobre las ocho, así
que había campo libre. Eran conversaciones inocentes, amistosas, sin propósito
concreto. Ya el primer día soltó la frasecita; “Todos mis amigos se llaman
Javier”. Añadió algún cotilleo del Javier que yo conocía, vástago de los dueños
de una cadena de hoteles, pijo hasta decir basta, que se pasó toda la tarde
mirándome como si me estuviese perdonando la vida. Victor, en cambio, era un
chaval de pueblo que por entonces se estaba preparando para entrar en el cuerpo
de controladores aéreos y acabo de profesor de inglés en un colegio de monjas.
En estas pasaron dos años, él se sinceraba conmigo y yo apenas tenía nada que
contarle. Hasta que mi marido me dejó por su secretaria, se mudó a otro país y
me quedé tan llena de deudas que tuve que pedir un adelanto a mi jefe, para
empezar, y después un crédito en el banco que tardé en pagar casi una década.
No volvió a dar señales de vida, lo sentí por mis hijos, pero ellos aceptaron
la situación mucho mejor que yo. Ya conocían a la susodicha y se habían olido
la tostada, pero no dijeron nada hasta que todo estalló por los aires.
Ni que decir tiene, que antes de acabar mi
confesión Victor ya me estaba proponiendo quedar ese fin de semana. Prometí que
lo pensaría y eso hice. Aquella tarde lluviosa los dos me parecieron
atractivos, Este más sanote, el otro arrogante y hermético. ¿Qué tenía de malo
dejar a los niños con la abuela y salir un día a tomar algo? Estaba hasta el
cuello de obligaciones y me merecía una tarde de asueto. Pero nada más. Él era
mi único amigo en ese momento ya que mi entorno de soltera se había esfumado
hacía mucho.
(Continuará)