-Venía a algo que ya no recuerdo.
La mujer estaba subida a una escalera con
los brazos dentro de la alacena, empujando una torre de platos sin mirar lo que
hacía, con la vista fija en la placa.
Ella se volvió y vio la llama, recta,
elevándose y encogiéndose, sin ningún cacharro encima y la interrogó con la mirada.
-La encendí para matarla, pero se ha
perdido. Ahora. Mírela. Vuela.
Una cucaracha, negrísima y enorme, se
balanceaba verticalmente entre las franjas rosadas, blancas y amarillas que salían
del quemador. Por momentos parecía elevarse pero nunca llegaba muy arriba, más
bien se trataba de piruetas, como volatines de un circo macabro. La escena erizaba
la piel, las mantenía hipnotizadas e inmóviles, con la noción del tiempo
perdida.
Cuando llama y bicho se disolvieron en la
nada, el gas se extendió por el recinto y entraron en una especie de estupor
que habría acabado con ellas de no ser por el teléfono. Un sonido estridente
que invadió la casa sacó a Elena de su letargo, la forzó a arrastrarse hasta la
pared de enfrente, abrir la ventana, cerrar la llave, levantar a Petra del
suelo, llenar un vaso, echárselo a la cara y abofetearla hasta hacerla chillar.
Al separarse descubrieron que ambas se
habían clavado las uñas en brazos y cuello. Del insecto no quedaba ni rastro.
Pequeños regueros de sangre manaban de sus cuerpos salpicando el suelo recién
fregado.
Y allá se quedaron, quietas, atónitas,
escuchando unos pitidos que no callaban nunca.