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lunes, 26 de junio de 2017

Quemar la cucaracha (Relato inquietante)

Lo abstracto inquieta, lo figurativo tranquiliza
No sabría decir para qué entró en la cocina. Se lo dijo a Petra al llegar:
-Venía a algo que ya no recuerdo.
La mujer estaba subida a una escalera con los brazos dentro de la alacena, empujando una torre de platos sin mirar lo que hacía, con la vista fija en la placa.
Fuegos del solsticioElla se volvió y vio la llama, recta, elevándose y encogiéndose, sin ningún cacharro encima y la interrogó con la mirada.
-La encendí para matarla, pero se ha perdido. Ahora. Mírela. Vuela.
Una cucaracha, negrísima y enorme, se balanceaba verticalmente entre las franjas rosadas, blancas y amarillas que salían del quemador. Por momentos parecía elevarse pero nunca llegaba muy arriba, más bien se trataba de piruetas, como volatines de un circo macabro. La escena erizaba la piel, las mantenía hipnotizadas e inmóviles, con la noción del tiempo perdida.
La llama que perduraCuando llama y bicho se disolvieron en la nada, el gas se extendió por el recinto y entraron en una especie de estupor que habría acabado con ellas de no ser por el teléfono. Un sonido estridente que invadió la casa sacó a Elena de su letargo, la forzó a arrastrarse hasta la pared de enfrente, abrir la ventana, cerrar la llave, levantar a Petra del suelo, llenar un vaso, echárselo a la cara y abofetearla hasta hacerla chillar.
Al separarse descubrieron que ambas se habían clavado las uñas en brazos y cuello. Del insecto no quedaba ni rastro. Pequeños regueros de sangre manaban de sus cuerpos salpicando el suelo recién fregado.
Y allá se quedaron, quietas, atónitas, escuchando unos pitidos que no callaban nunca.