La Gare Saint-Lazare - Claude Monet |
Con las cortinillas cerradas, la oscuridad es total.
O casi, porque amortiguados impactos luminosos penetran a intervalos, como asaltantes
empeñados en violar el sereno hermetismo de los párpados. Hasta el último de
los viajeros duerme, mudo y tranquilo, ni un solo rumor le trastorna. El
uniforme zumbido de la locomotora y esos destellos entrecortados son la única
señal de vida –de vida mecánica, se entiende– capaz de ser captada por, supongamos,
una mosca atraída por la mugre acumulada en los bultos depositados sobre el
maletero. Pero no hay mosca, y las tres personas que ocupan los asientos parecen
tres cadáveres gélidos. Respiran apenas, sumidos en su sopor, no sufren ningún
sobresalto, no emiten sonidos incoherentes, no roncan. Son lo más parecido a
tres figuras de bronce recluidas en un compartimento.
Imperceptiblemente, la velocidad se reduce. Si nos
asomásemos ahora, si –es un decir– la improbable mosca se deslizase entre las
cortinas para curiosear, contemplaría con nitidez la estación. Tejas rojas y
paredes encaladas: un apeadero pulcro, cuajado de macetas. Se han extinguido los
fogonazos, la llanura se muestra uniforme, un entramado continuo, sin
obstáculos que amortigüen la luz solar a trechos. Los viajeros continúan inmóviles,
el tren va adquiriendo un ritmo cada vez más pausado y se detiene al fin.
Red Cross Train Passing a Village - Gino Severini (1915) |
Una mujer con la cabeza enmarcada
por un pañuelo gris sostiene una jaula enorme que intenta cubrir con una manta;
a su lado, un chaval pelirrojo oscila como si le asaltasen espasmos mientras se
entretiene trazando figuras invisibles con una rama seca. Su rostro es una
jaula de grillos, achica los ojos y ríe con suaves gorjeos tratando de llamar
la atención. Cuando el tren abre sus puertas, el chico se hace a un lado y,
erguido como el palo que aún sostiene, observa con burlona atención el lento
ascenso de ella. Luego se ajusta el macuto a la espalda y la alcanza de un
salto. Ve como se dirige a la izquierda, toma el sentido contrario y camina
hasta el compartimento de los cuerpos inertes que todavía no han variado de
postura.
Al empujar con brusquedad la puerta corredera, un estruendo
explosivo invade el compartimento. Tres pares de ojos se han abierto de golpe. Algo
cohibido por provocar tanta atención, y con su sonrisa más angelical, exclama:
-Buenas tardes.