Nosotros
somos frugales. Nos han dejado una gran ensalada en el centro junto a una
exigua ración de croquetas. Lola está a dieta, se sirve tres tristes hojas de
lechuga y un trozo de tomate, aparta las aceitunas, el huevo, el atún. Por el
horizonte corren dos o tres culebrillas. Jarrea sobre el techo de lona como si
se hubiese propuesto derrumbarlo, un vivo resplandor ilumina por un instante el
local casi en tinieblas, Charo, que está mordiendo un trozo de pan, se pone a
toser del susto, se escuchan a lo lejos unos truenos sordos. Tanta saña
meteorológica ha conseguido que todo el mundo se calle, no se escucha más que
el ruido de la vajilla al otro lado de la barra.
-Y
el lunes otra vez a currar.
Espero
que Victor rompa el hielo. No conocía a las chicas hasta hace media hora y
ninguno de los reunidos parece muy locuaz, pero su inventiva de siempre sigue
oculta. Esa alusión suya al final de las vacaciones y un par de chistes flojos
acaban desanimándonos. La tormenta está llegando a su apogeo y nos deja sin
fuerzas, hasta se nos han quitado las ganas de comer. Lola es la única que
tiene el plato vacío. Noventa y siete quilos muertos de hambre tienen que cundir
lo suyo, pero ella parece estar de buen humor.
-Todos
menos yo –presume- Ya estaba harta de monsergas.
Noto
a Victor furioso. Me fijo en sus mejillas hundidas, los hombros aplastados, la
barriga incipiente. Desde luego, ya no es el de antes, los signos de la
decadencia están clarísimos. Lola sonríe con picardía.
-Y
no fue tan difícil, la verdad.
-¿Te
quieres callar de una vez?
Conozco
a Victor desde hace décadas aunque nos vemos muy de tarde en tarde. Lo
suficiente para saber que, si pudiera, le pondría una mordaza en la boca. Pero
Charo decide ayudarla.
-Entonces,
¿conseguiste una pensión? Cuenta, cuenta.
Es
cuando me entero de lo que se está cociendo. Aquello huele a tongo de lejos.
Sigue tronando, se ha apagado las luz y la música ha dejado de sonar, a través
de los cristales no se ve otra cosa que chorros de agua.
-Me
fui a ver a mi médico- cuenta muy ufana. –y le expliqué lo mal que me sentía.
La hernia de hiato, los nervios, principio de artritis, mi madre, que estaba
muy enferma…
-¿Metiste
también a tu madre en el lote? –interviene Tomás con sorna. Victor, ceñudo, ha
bajado la cabeza y se encierra en un mutismo rebelde. Tiene las mejillas
ardiendo.
Lola
estira mucho el cuello, se revuelve, no le ha gustado nada el comentario.
-Pues
sí. ¿Qué pasa? No tenía más remedio que cuidarla, dormía poco y me encontraba
fatal.
-Eso
nos ha pasado a muchos, Lola, –tercia Charo- y seguimos al pie del cañón.
-Pues
allá tú, si quieres hacer el primo, –ataca- pero yo no estaba dispuesta.
Victor
no puede más.
-Lola,
como sigas me voy.
-Pues
ten cuidado al salir a la calle. No te vaya a comer un tiburón.
Ya
no me puedo callar.
-Nadie
hace el primo por ser honrado, Lola. No está bien que insultes a la gente por
cumplir con su obligación.
-No,
si por mí… Cada uno es muy libre.
Se
echa para atrás, con los brazos colgando del respaldo en un gesto de abierta
provocación. El chiringuito traquetea por los cuatro costados, Victor se muestra
cada vez más taciturno. Tomás es el único que parece animado.
El
orgullo brilla en la cara de Lola, junta las manos y nos mira con cara de
triunfo.
-No
sé si fue soborno o no. Hice lo que se me ocurrió y me salió bien.
Charo
sigue indignada.
-O
sea, que un médico va y te hace caso. ¡Venga ya!
-Uno
no. Dos.
Victor
ya ni siquiera está colorado, ahora tiene las mejillas moradas: se está
poniendo cianótico. Se levanta de la silla y camina en dirección a la barra.
-Bueno,
mejor. –dice Lola aliviada- A ver si ahora me deja en paz. ¡Qué hombre! Pues
ese médico… Ahora hace años que no le veo, pero entonces iba todas las semanas.
Que si me encuentro mal, que si me duele esto o lo otro. Y un día le pregunté
que si estaba casado. El hombre, que estaba harto de verme allí todo el día,
debió pensarse que quería ligar con él. Es que si vive solo, le dije, no le
puedo pintar a su mujer un mantel a mano, que los hago bien bonitos. ¿Está
casado o no? Porque, si lo está, necesito las medidas de la mesa de su comedor.
Y, mira tú por dónde, la próxima vez que fui, que ya ni me acordaba ni nada, me
entrega un papelucho doblado cien veces con las medidas de la mesa y me dice
que se lo ha dado la mujer. Así que, yo muy diligente, le pinté unas piñas y
unas ramas de acebo, que me quedaron bien cucas, y se lo llevé unos días antes
de navidad. De allí salí con un volante para el psiquiatra.
Vuelvo
la cabeza distraída y veo la imagen borrosa de Victor alejándose al otro lado
de la cortina de lluvia. Nadie más parece haberse dado cuenta.
-Y
¿entonces qué?- interpela Tomás. –le pintaste otro mantel al loquero.
-Pues
no. Ese no quiso saber nada del asunto y me tuve que buscar otro. Pedí que me
cambiaran de especialista y, mira por dónde, tuve suerte. Del nuevo me habían
contado cosas, que le gustaban las antigüedades, que restauraba muebles.
Precisamente, en casa de mi padre tenía yo un arcón, unos candelabros, varios
marcos de escayola… Le pregunté dónde podía dejárselos la próxima vez que fuera
a verle y quiso saber qué era exactamente lo que estaba buscando. Algo muy
sencillo, le dije, no volver a trabajar. Me deja usted esos objetos abajo, en
administración, y le da a su abogado esta nota. A usted le parecerá que lo que
he escrito son palabras sin importancia, pero tienen más de la que parece. Son,
ni más ni menos, la llave que le va a abrir a usted esa puerta.
Delante
de la del bar estaba aparcado el coche de Victor. Dejé el dinero encima del
mantel, cogí el paraguas y eché a correr hacia allí.