miércoles, 29 de abril de 2020

Paisajes del año 3050 (Relato apocalíptico)

Soy Gaia, nieta y abuela del planeta y de todo cuánto contiene. Recuerdo un tiempo, todavía cercano, cuando me poblaban unos fantoches con ínfulas conocidos como hombres. Ellos se denominaban así, fueron quienes pusieron nombre a todo. Tenían cierto encanto, pero no siento nostalgia de ellos. Contemplo a sus nietos, los homínidos del siglo XXII y me siento más que satisfecha. Veo a Grug, a Saf, a Ess y los demás caminando por el borde de los ríos, navegando en balsas construidas con juncos o fabricando sus viviendas con masa vegetal prensada y mi futuro me parece mucho más amable.
Me asfixiaron esos animalillos vocingleros y, aunque sentí verdadera lástima de ellos, no tuve más remedio que vengarme. Sus nietos contemplan perplejos las ruinas que dejaron, no saben qué pensar, las evitan. Ellos no han tenido tiempo aún de transmitir lo que saben, pero entre la civilización y yo me prefieren a mí. Espero que no me defrauden. ¡Aún son tan inocentes!
Forman pequeños grupos que caminan sin cesar, abandonando cada poco tiempo sus construcciones efímeras. Son más bajos de estatura que aquellos, más fornidos, la forma de su cráneo es diferente así como la longitud de sus brazos, tienen los ojos más separados y la nariz más prominente. Se afanan a diario por sacar provecho de las viejas cosechas, matan animales o intentan defenderse de ellos, no han necesitado inventar dioses para explicar nada, pero observan este mundo en ruinas y empiezan a esbozar hipótesis. Son muy prolíficos, siempre van rodeados de niños a los que cuidan con esmero para que no mueran antes que ellos, pero no es tarea fácil en un entorno tan hostil.
Ess exhibe su vientre abultado una vez más. Se siente orgullosa y baila. Tiene un vello rojizo y sedoso, camina muy erguida, segura de que sigue sus pasos la recua de chiquilines de color caramelo que ha ido engendrando desde que es adulta. Lucha cuerpo a cuerpo con animales de su tamaño y huye de los más grandes. Por lo general, no consigue abatirlos, ni ella ni nadie tiene mucho éxito, pero siempre ha salido indemne de la lucha.
De madrugada, les escucho murmurar junto a una hoguera. Hacen planes para viajar cada vez más lejos, están resultando grandes exploradores, solo tienen que aprender a orientarse y, quizá, refinar sus técnicas. Intercambian estrategias para encontrar alimento, comunican sus descubrimientos a los demás, inventan canciones, y algunos las acompañan pateando con gran regocijo de todos. A veces, viéndolos progresar, temo que vuelvan a las andadas. Pero no, estos son distintos, una especie menos soberbia y bastante más pacífica.
Sin embargo, y aún aprobando lo que hacen, no deja de sorprenderme la indiferencia, rayana en el desprecio, con que estos homínidos acogen los restos de la civilización perdida. Evitan los antiguos edificios, convertidos ahora en una pila de cascotes; en general, el urbanismo les parece una trampa, por eso rodean las ciudades y se desparraman por montañas y llanuras, siempre buscando el agua, huyendo de las fieras, persiguiendo bichos pequeños. 
Si me sorprendo es porque aún no me he acostumbrado a esta nueva mentalidad y porque sé que, a poco que indagasen, encontrarían materiales suficientes para progresar con rapidez. Si es que a aquello se le puede llamar progreso, claro. Pero parece que han nacido con una sabiduría nueva, mucho más acorde a nuestras necesidades mutuas, y que no sienten ningún interés por aprovechar esos materiales, aprender viejas técnicas, rastrear el lenguaje de los libros, deducir cómo funcionaban las máquinas. En una palabra, por quitar el óxido a la historia.
Intuyo que esa historia va a empezar de cero, que la herencia dejada por los humanos acabará convertida en polvo y hundida definitivamente, como una capa más de mi epidermis. Pasarán los años y los siglos, el mundo, o sea yo misma, adquirirá una fisonomía distinta a la de ahora. O puede que no. Pero si les da por alterar mi nueva y plácida vida, espero que los cambios sean leves, respetuosos, armónicos y, sobre todo, reversibles.

miércoles, 8 de abril de 2020

El día que todo cambió (Relato catástrófico)

-De la noche a la mañana, todo aquello se hundió y unos días después rescataron a tu pobre abuela.

-¿Pobre? ¡Qué arte! ¡Qué arte, mi abuela! El terremoto la había pillado en su cuarto, cerca del cofre de los tesoros. Llevaba todas sus alhajas puestas y se había construido un ataúd. Debió pensar: "Puesto que nadie va a enterrarme, me entierro yo como es debido".

Y el ataúd le salvó la vida. Fue ingeniosa, se metió en la caja del reloj de su familia envuelta en una manta gruesa, (el sudario que tenía más a mano) y, encogida como estaba, los cascotes apenas la rozaron, solo rompieron el cristal. También fue valiente y muy lista, pero lo que encontramos ya no era ella. Trastornada por el hambre y el pánico, se había convertido en un ser adusto, incapaz de sonreír. Y, a pesar de todo, feliz. Feliz a su manera, disfrutando al contar su historia una y otra vez a los forasteros que llegaban al pueblo para verla. Orgullosa de su fama, ella a la que nunca, nadie, había mirado dos veces.

Publicado originalmente el 7/4/20 en Clásicas y Modernas

lunes, 6 de abril de 2020

La espera (Fábula moderna)



Fábula moderna 

Antes de que todo empezase, el Hombre del Sombrero, con el cráneo descubierto porque estaba en su casa, se parapetó tras el Telescopio que era su herramienta de trabajo y reparó en mil detalles a los que no había prestado atención hasta entonces. Vio a un muchacho recortado contra el borde del acantilado contemplando el vacío que parecía a punto de saltar, los peces del lago se perseguían formando círculos concéntricos, una familia de cinco miembros recién llegada a la ciudad se había parado en una esquina y todos observaban el tráfico con aire pensativo y perplejo, dos sombras alargadas se balanceaban al otro lado de un cristal roto, una madre caminaba con su hijo de la mano secándose las lágirimas, dos individuos de colmillo afilado. habían armado un tenderete que ofrecía grandes ganancias a cambio de una módica suma, a la puerta del mercado un campesino montado en un asno ofrecía a precio de oro verduras y conservas, una bandada de cuervos rasgaban una tela a picotazos en lo alto de una cornisa, un alud bajaba de la montaña, golpes de viento levantaban remolinos en la plaza del mercado, un ciervo se arrastraba sangrando por el borde de la carretera. Aquella era una pequeña porción de terreno, pero llena de maldad y dolor.
Desde el pueblo vecino intentaron ayudar pero la maldición no conocía fronteras. A ellos les afectó de otra forma, les dejó inmóviles, paralizados por la angustia. Su férrea voluntad se concentró en evitar esas miserias, pero se sintieron impotentes, y el mismo impulso que les había inducido a moverse acabó por paralizarles. Mujeres con los brazos agarrotados, niños con una pierna detenida en el aire; hasta los perros y las gallinas parecían figuras de barro y no seres de carne y hueso. Mi padre se quedó en el marco de la puerta con los ojos en blanco y un dedo señalando el techo. Entonces era casi un niño y aún no había conocido a mi madre.
El Hombre del Sombrero había sido hasta entonces un científico de poca monta, pero esta vez se puso a trabajar para encontrar un remedio a tanto desbarajuste. Primero recurrió al teléfono, pero estaban cortadas las líneas, Se secó el sudor frío, entró en el laboratorio, machacó unas hierbas con el almirez y le añadió unos polvos verdinegros. Luego subió a su coche lleno de aprensión porque aquel era el día de los disparates y nada parecía funcionar, pero el motor respondió con la rapidez de siempre y pudo recorrer la distancia que le separaba de la ciudad a velocidad de vértigo sin que nadie se lo impidiese. Imaginaba a los policías desmayados sobre sus escritorios, a la población entera sujetando los picaportes de sus casas, con las mandíbulas tensas y la voluntad irrefrenable de arreglar el mundo, paralizados por su propio exceso de energía. Tenia que encontrar a sus colegas, despertarlos a bofetadas si fuera necesario, repartirlos por las calles y los campos e inyectar el remedio a la gente utilizando jeringuillas enormes, expandirlo por los montes para calmar a los animales y estimular las cosechas, aventarlo para suavizar el clima y refrenar las avalanchas.
 El hombre del Sombrero se puso al frente de aquel batallón pacífico, los repartió por el territorio y entre todos dispensaron toneladas de producto. La espera, no obstante, fue larga. Los días se convirtieron en semanas y estas en meses. Bocas abiertas, dedos agarrotados, plantas a punto de germinar que no reaccionaban a la terapia. El combate fue largo y desesperante, pensaron que no lo conseguirían, solo el temple del Hombre del Sombrero les mantuvo unidos y trabajando a pleno rendimiento. Tardaron cien días justos, solo la hibernación que padecieron de forma natural consiguió que aquella multitud no muriera de hambre. Finalmente, muy poco a poco, la vida se fue reanudando hasta alcanzar la normalidad.
Pero el Hombre del Sombrero había desaparecido. Lo buscaron por todos lados y por fin lo encontraron en su casa.sentado, como siempre, detrás de su Telescopio. Al ser interrogado afirmó reiteradamente no haberse enterado de nada.