jueves, 6 de septiembre de 2018

El comprador de sombreros (Relato impertinente)




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René Magritte - El hijo del hombre

Su mujer me envío un confuso texto explicándome que estaba convencida de que la engañaba, pero necesitaba asegurarse antes de pedir el divorcio. Aún así, no acababa de decidirse: sentía vergüenza, escrúpulos, tenía un acusado sentido del ridículo. o todo a la vez. Total, cuando llegué al final de la carta no podía asegurar si me estaba contratando o no.

La vida de un detective privado sería tan tediosa, o más, que la de cualquier oficinista si uno no se sumergiese en las profundidades del personaje para extraer de él toda su sustancia. La mayoría de mis colegas trabajan de forma rutinaria y al poco de dedicarse en exclusiva a olfatear como un perro de presa todo lo que se encuentra en su camino, sin otra clase de miras, sienten un tedio enorme. Yo era auxiliar de psiquiatría antes de dedicarme al oficio. Retiraba bandejas de comida, desocupaba bacines, inyectaba tranquilizantes y empujaba camillas de una sala a otra. Allí estaba el origen de mi peculiar afición, o eso pensaba entonces. Debo advertir que después de seis meses de prácticas había aprendido más de la naturaleza humana que en todos mis años de hospital. Entre los individuos que tuve –unas veces la fortuna, otras la desgracia– de investigar, recuerdo a Roberto Pastrana como un sujeto extraordinario.
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René Magritte - La trahison des images

Me trasladé a la ciudad dónde vivían y empecé a seguir al hombre un día que diluviaba a mares. No había paraguas que aguantase aquellos súbitos embates del viento, el agua me azotaba sin piedad, pero él caminaba impertérrito cubierto con su gorro de lana. Tardé en comprender lo que se proponía. Después de mucho dar vueltas, de visitar establecimientos, pasear por un barrio y otro, comprendí que buscaba algo tan poco extraordinario como un sombrero para cubrirse la cabeza. O puede que anduviese tras algo más difícil de encontrar, a saber: el sombrero, ese diseño único que le estaría destinado desde el día, ya lejano, en que los diseñadores comenzaron a manejar sus lápices.
Roberto era un calvo corriente, con un festón de pelo enmarcando la nuca como un brochazo de betún. Supuse que, algo acomplejado por su condición y aburrido de su atuendo, vulgar aunque con un punto bohemio, habría decidido cambiarlo por otro más distinguido. Esa era mi impresión antes de patear tras sus pasos todas las callejuelas de la urbe.
Solía disfrazarme (de turista con camisa hawaiana, de militar, de mujer obesa que empuja su carro de la compra, de arlequín, de monja con toca y botines, de anciano con bigote canoso y cachaba, de hombre anuncio, de motorista con casco y chaleco reflectante) para colarme tras él en los más variados recintos y observar sus tejemanejes sin que sintiese en su nuca mi aliento.
Transitar por las viejas calles del centro histórico te aligera y renueva el espíritu. Dos o tres días deambulando por los alrededores de la Catedral y empecé a sentirme como un viejo lagarto que se ha despojado de su piel, y mientras la mira secarse al sol siente que la brisa invade cada poro de su alma. Le observaba desde el puente romano apoyarse en el cayado cada vez que salvaba un desnivel, siempre que sus incursiones lo alejaban de la zona urbanizada. A veces dibujábamos círculos concéntricos en torno a la ciudad. Era hermoso vagabundear sin perder de vista su espalda. Me mantenía a una distancia prudencial, oculto entre matorrales, agarrando una azada para volverme invisible, subido a un andamio o montando algún asno tiñoso tras desenganchar la cuerda que lo mantenía sujeto al portón de la cuadra.
Finalmente, entrábamos en una sombrerería y era allí, por desgracia, donde resultaba más complicado seguirle.

Tuvo que transcurrir toda una semana para que comprendiese el sentido de las correrías de Roberto. No solo buscaba sombreros, necesitaba, además, contemplar su imagen reflejada en cualquier superficie que le saliera al paso –cuartos de baño, escaparates, el agua del río, las gafas de un viandante, el parabrisas de un coche, los probadores de una sastrería– grabar su imagen a conciencia, volver sobre sus pasos y devolver la nueva adquisición. Dentro de poco – pensé– se habrá probado todos los modelos disponibles y tendrá que cambiar de ciudad si no quiere que lo reconozcan. Pronto me di cuenta de que no hacía falta, el hombre tenía sus recursos, saludaba a los dependientes por su nombre, inventaba explicaciones cada vez que repetía una visita o aprovechaba los cambios de catálogo para informarse sobre nuevas existencias. A veces compraba algo. Eso también.
Estaba empezando a aficionarme a lo que entonces consideré mi gran vocación frustrada: holgazanear sin medida un día detrás de otro. Tan poco dispuesto estaba a poner punto final a aquella vida de molicie que no me decidía a contar la buena nueva a su esposa. Ninguna mujer a la vista, solo se prueba sombreros, a veces hasta se los queda. Fue entonces cuando entendí que mi ocupación no era tan sencilla como me había parecido en un principio. Ahora que había descartado la infidelidad del sujeto, era mi deber encontrar alguna explicación a aquella excentricidad, no por anodina menos preocupante.

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René Magritte - Hombre con sombrero hongo
Hasta el nefasto día que Roberto decidió agotarme. Subía cuestas, las bajaba; se metía en un portal, ascendía hasta el último piso y luego tomaba el ascensor mientras yo me deslomaba siguiéndole por la escalera. Puentes, cerros, campanarios... Reconozco que estaba ágil y consiguió agotarme enseguida. Derrengado, me senté en un banco del parque sin rastro de remordimientos por haberle perdido de vista. Él tomó asiento a mi lado y me llamó por mi nombre. En ese momento creí haber visto un fantasma.
-No se asuste –me tranquilizó con un tono socarrón que no se correspondía con su imagen. Le conozco mucho mejor que usted a mí, cualquiera que se relacione con Críspula es para mí como un cristal.
-Oiga, que yo no…
-Que se tranquilice le digo, yo que usted bebería de aquella fuente. Ahora es menester pasar el tiempo. ¿Qué hacemos? ¿Le gustan los chistes?
¿Ustedes que hubiesen hecho en mi lugar? Inmediatamente, me puse a sus órdenes: bebí agua, observé sus ingeniosos trucos con una baraja y un sombrero flexible que debió sacarse del bolsillo, escuché sus chistes y le acompañé a tomar unas cervezas.
-Bueno, concluyó, ahora que nos hemos hecho amigos, le voy a explicar a qué me dedico. Estoy buscándome a mí mismo, ¿comprende? Eso proporciona dinero, mucho más del que parece. Vivimos bien, somos razonablemente felices, pero mi mujer necesita un aliciente, de lo contrario la rutina acabará arrojándonos al caos. Le pido, más bien le exijo a cambio de la cantidad que usted decida, que le cuente esta historieta. Y, lo más importante de todo, tiene que conseguir que se la trague.
Sacó una libreta roñosa del mismo bolsillo sin fondo y me la tendió.
-Solo tiene que aprenderse, punto por punto, todo lo que he escrito aquí. Ella es una cantante pop, tiene veinticinco años, se llama Raquel y es muy linda. Nos sorprendió en el tercer piso de una pensión de las afueras, una que se llama Chamorro y Casas. La he elegido porque es sórdida y se cae de vieja, no todo va a ser glamuroso, la lujuria y perversión necesita un toque, digamos, vulgar. Cuando llegó, yo tenía una pistola en la mano y, de no intervenir usted, le hubiese pegado un tiro para evitar que continuase suplicándome.
-Ya. Pero fue su mujer quien me contrató primero, comprenda que tengo mis principios.
-Le he dicho que ponga precio.
-Y yo le repito que mi conciencia no me lo permite.
-De acuerdo, ahora voy a hablar con su conciencia.  Conciencia, ¿lo has pensado ya?
-Oiga…
-Perdone, no estoy hablando con usted. Si tienes ya una cifra, Conciencia, añádele un millón de euros.
-Un millón a la cifra que…
-Eso he dicho.
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René Magritte . Hombre de espaldas
-Creo que… Creo que mi conciencia está de acuerdo.
-Lo imaginaba. Ahora solo tiene que aprenderse el guión y soltárselo a Críspula mañana mismo, estoy harto de pasearme como un imbécil por toda la ciudad porque usted no se cansa ni borracho.
-Después de la séptima cerveza y de la paliza que me ha dado hoy…
-¡Bravo! Lo hemos conseguido. Solo le queda seguir mis instrucciones y perderse de vista.
-¿Y el dinero?
-Se lo dará el camarero. ¿Verdad Champi? Es un tipo legal, y si no lo fuera se guardará mucho de perjudicarnos, aunque solo sea por la cuenta que le tiene.
Champi me guiñó un ojo y abrió una botella de cava.

Desde entonces me dedico a la importación. Me mudé a la costa y he adquirido un almacén cerca del puerto, comercio con productos de ultramar y podría asegurar que, por fin, me he encontrado a mí mismo.

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