lunes, 29 de enero de 2018

Mi cerebro es de género mixto


El día que cumplí cuatro años mis padrinos me regalaron un triciclo. No era lo habitual, toda mi familia tenía a ese respecto los prejuicios propios de la época pero, como vivían en otra provincia y eran bastante despistados, deduzco que no recordaban que su ahijada era niña. Todavía recuerdo cómo disfrutaba con ese juguete, más que con ningún otro, creo. Pedaleaba por el larguísimo pasillo –a mis padres jamás se les ocurrió sacarlo de casa–, me detenía en la puerta de entrada, acto seguido hacía girar el manillar, volvía a montarme y vuelta al salón. Fue mi padre quien me enseñó a dar la vuelta para que no tuviese que bajarme del sillín. Me estaba convirtiendo en una virtuosa del transporte motorizado, aquello no podía consentirse, así que un buen mal día el maravilloso aparato desapareció para siempre de mi vida. Se lo habían regalado a mis primos.
Poco después, ocurrió una tragedia en la familia, un accidente de tráfico. El luto, además de afectar al color de la ropa introdujo cierta fobia parental hacia los vehículos. Me hicieron prometer que no conduciría nunca y lo hice de buena gana, pero nunca me sentí obligada a cumplirlo. Aún así, quedó en mí una sombra invisible que tomó la forma de fuerte aversión al motor. Juro que lo intenté, incluso llegué a matricularme dos o tres veces en la autoescuela de mi barrio, pero me inventaba una excusa tras otra para no tener que examinarme. Creo que el fantasma de aquel triciclo, que alguien hizo desaparecer por "no ser adecuado para niñas", se instaló en mi vida como una barrera insuperable durante muchísimo tiempo.
Giorgio di Chirico - El vidente
Nuestro mundo ha cambiado bastante. Aún así, la rancia mentalidad de antaño no ha desaparecido del todo: los prejuicios se resisten a la tan necesaria extinción aferrándose como garrapatas a la piel de esta sociedad nuestra. Y, lo que es más peligroso, muchas veces se disfrazan de progresismo para seguir asignándonos a unos y otras los roles de toda la vida. No hay más que ver lo argumentos que utilizan (o utilizaban) quienes esperan un cambio de sexo, a saber: que de niños jugaban con muñecas, o con coches, que se ponían los tacones de su madre o querían ingresar en el ejército, que si la cocina, que si las labores, que si el camión de bomberos... Perdonen que les diga, ¿todavía andamos así? Qué está pasando por la cabeza de esas madres que reclaman una modificación en el registro civil porque a Antoñito, de seis años, le gusta vestirse de rosa. A mí me parece estupendísimo que Antoñito se convierta en Antoñita -o en Nuria, o en Elena- en cuanto tenga edad para decidir, pero quede claro que los roles no determinan el género. Mi vecina nació pegada a un camión (lo conduce desde los veintiún años) y es la feliz madre de tres hijos, tan femenina como cualquiera y a mucha honra.
Tras una larga temporada, para mí lamentable, de argumentar que se había nacido con el sexo equivocado, parece que empezamos a ver la luz. Ahora se flexibiliza un poco más, se dramatiza menos y se contemplan posibilidades intermedias. Estamos inaugurando una era mucho más tolerante, en la que un cambio de sexo comienza a dejar de ser un drama para contemplarse con naturalidad. Todavía estamos en el camino, pero está llegando el día en que cada hijo de vecino expresará sus deseos mucho más libremente que hasta ahora, eso significa que empezamos a salir de ese binarismo que lo invadía absolutamente todo. Por fortuna, hoy día se puede ser del sexo contrario al que cada uno trajo de fábrica, mantener los dos o no pertenecer a ninguno. Esa amplitud de miras es lo que hacía falta, pero aún quedan dos manías que tardarán en erradicarse:
  • La manía de clasificar a toda costa. Tanto es así, que si queremos abarcar todas las posibilidades corremos el riesgo de establecer tantas categorías como personas. Porque, entiéndanlo, cada individuo es un mundo. Vean una muestra llena de buenas intenciones:



  • La manía de mantener los roles masculino-femenino. Las niñas cosen, los niños clavan clavos, ellas son pasivas, el refugio del guerrero, ellos aventureros y valientes. No señores, las habilidades y caracteres no radican en la testosterona o en la ausencia de ella sino en haber grabado a fuego en las mentes infantiles cómo hay que hablar y comportarse, qué gustos nos corresponden, quién puede llorar, quién debe buscar cariño y quién ejercer dominio sobre el otro. 
¿Qué todo eso es cosa del pasado? En absoluto. Hasta un periódico que presume de veteranía –pero quizá no tanto de vanguardismo– incluye (no sé desde cuando, pero cuando me enteré casi me da un síncope) un suplemento especial para lectores de sexo masculino. Como saben, estoy hablando de El País y de la separata denominada ICON. Supongo que contiene reportajes serios, de esos que las mujeres somos incapaces de entender o por los que no estamos interesadas (nótese la ironía). Reportajes sobre cultura, arte, política, esas cosas. Nada sobre moda y cotilleos a los que, según parece, nos tienen predestinadas los estrógenos. Lo peor es que este sesgo por motivos de género se perpetúa en todos los sectores: en el techo de cristal que padecemos las mujeres, en la culpabilización sistemática y falta de confianza en nuestra palabra, en la sexualización o asignación de las tareas domésticas dentro de publicidad y productos culturales, en la diferencia salarial, en el acoso, condescendencia o simple desprecio a que nos vemos continuamente sometidas, en la persistencia de los crímenes ante la indiferencia de la sociedad en su conjunto…
Sobre el ICON no puedo hablar ya que su sola existencia me produce urticaria, pero no puedo evitar toparme con El País en las redes y fue, precisamente, en ese medio donde leí esta sorprendente  y esperanzadora noticia:
Pero no cantemos victoria, esto no es más que una excepción en forma de campaña de marketing. De momento, hablemos del presente. ¿Existe una confabulación internacional (y atemporal) para que jamás saquemos la cabeza del gueto a pesar de –o debido a– todo el empeño que hemos puesto en conseguirlo?

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