miércoles, 12 de abril de 2017

Don Rufo bufa: A vueltas con el respeto a los creyentes

Artículos de opinión heterodoxaTodo eso del respeto a los creyentes me suena a música ratonera -una expresión que no uso desde mi infancia, por cierto-. Empecemos por definir términos, ¿quiénes son, en realidad, los conocidos como creyentes? Así, en general, el término podría referirse a todos, porque todo el mundo cree algo: que sus hijos son encantadores, que nunca le tocará la lotería, que ha subido el precio del pan... Aquí, sin embargo, el ámbito significativo se ha restringido hasta abarcar únicamente a aquellos que tienen una religión o siguen algún tipo de doctrina de carácter sobrenatural o místico. Es decir, son creyentes quienes están convencidos de algo que, en principio, la ciencia no ha confirmado o rechaza. ¿Hay motivo para respetar a personas cuyas creencias no están demostradas sino más bien todo lo contrario? Efectivamente, hay motivo para respetar a esas personas, precisamente porque son personas, al margen de las creencias que tengan. Esto es lo que se especifica en la Declaración de Derechos Humanos, en la Constitución Española y en cualquier otro manual legislativo que tenga en cuenta la dignidad del ser humano, de todos, sin tener en cuenta su raza, sexo, religión etc.
¿He dicho que hay que respetar a las personas? Pues voy a repetirlo por si acaso no ha quedado claro: todas las personas merecen un respeto. Todas. Al margen de sus creencias. En consecuencia, si estas personas no creen en ninguna religión, si son ateos, agnósticos o mediopensionistas, incluso si creen que Bambi les visita mientras duermen, hay que respetarlas igual. Porque, insisto una vez más, son personas. Y sus pensamientos, así como su adscripción a un grupo determinado, no las convierte en menos dignas. Los ateos en concreto sostienen la hipótesis más avalada por la ciencia actual, no creo que eso sea motivo para menospreciarlos. Ni a ellos ni a sus creencias que, en este caso como decimos, más que creencias son hipótesis contrastadas con la realidad y confirmadas.
Llegados a este punto, vamos a distinguir entre creencias y creyentes. Los señores creyentes son seres humanos y, por tanto, respetables. La sagrada orden de la hamburguesa a mí, permítanme, me da mucha risa. Respeto infinito a quienes creen en lo que sea, en papa Noel, en las hadas de los cuentos, en que Maradona es de naturaleza divina, pero tendrán que disculparme si las historias que me cuentan me hacen gracia. Quienes las inventaron debían tener mucho sentido del humor y yo soy un ser humano con capacidad de asimilar la vena cómica de las historias y con todo el derecho a reírme de lo que me hace gracia. He dicho “de lo que me hace gracia”, con el pronombre en género neutro, es decir, “de las cosas que me hacen gracia”, nunca de las personas.
penitentes en procesión
Pero resulta que, igual que no tengo derecho a reírme “de los que no piensan como yo”, tampoco tengo derecho a denunciarlos, ni a faltarles al respeto, ni a divulgar sus comentarios si estos defienden sus creencias (ateas) y son, por tanto, legítimos. Mucho menos a condenarlos o encarcelarlos. Los señores ateos tienen el mismo derecho a que se respeten sus creencias que los señores creyentes. Y mofarse de una creencia ataca solo a la creencia, pero calumniar, divulgar contenido privado, procesar, imputar, condenar ataca directamente a la persona de carne y hueso. A esa que, según toda la legislación occidental aprobada en las convenciones internacionales tenemos el deber de respetar. El derecho a que se nos respete como personas es inviolable, aunque no creamos en seres fantasmales, aunque nos chanceemos de esos seres –no de quienes creen en ellos, que eso es cosa distinta–. Es cierto que las creencias de los no creyentes son mucho menos divertidas, pero da la casualidad de que la ciencia les da la razón y eso molesta infinito. Sin embargo, y por mucho que moleste, hay que recordar que también los ateos son personas.
Una cosa está clara. Los legisladores establecieron mecanismos de respeto a los creyentes porque, se suponía, estaban discriminados en relación con el resto. No invirtamos ahora las tornas y pensemos que los que no tienen una creencia de carácter sobrenatural merecen menos respeto. Hay que respetar a todos, creyentes y no creyentes, paisanos y foráneos, bebés y adultos, mujeres y hombres. A ver si empezamos a poner las cosas en su sitio y no hacemos demagogia descarada para arrimar el ascua a la sardina que más nos convenga en cada momento.
Mucho cuidado con no respetar a las personas. Si yo me mofase de una creencia, por mucho que moleste a sus catecúmenos, estos siempre quedan incólumes, mi burla no les perjudica en absoluto y, si tienen la piel especialmente fina, peor para ellos. En cambio, imputar, detener, juzgar, condenar o, simplemente, impedir la libre expresión de quienes piensan distinto es una persecución en toda regla. Se les expone en la prensa, se les difama, se pone en tela de juicio su honor, se ataca su dignidad, se les obliga a temer por su libertad, incluso se les puede privar de ella. Esto sí es un ataque, eso es no respetar a todos los creyentes. A los que creen que dios no existe, a los que creen que un dictador actuó de tal forma y tal otra, en una palabra, a los que no piensan lo mismo que los cerebros dominantes. Atacar la libertad de expresión significa atacar a la gente. Expresarse libremente es sinónimo de atacar puras ideas, y son esas las que se pueden atacar, incluso deben atacarse, para que circule el aire puro, se renueve la ideología y entre el oxígeno a raudales. Que últimamente huele ya mucho a rancio.

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