jueves, 30 de marzo de 2017

La escapada (III) [Relato fantástico]

Como no podía ser de otro modo, me alegré. Empezaba a arrepentirme de haber recurrido a un sabio de pacotilla que, con la excusa de nuestra presunta amistad, pretendía reunir pruebas para ingresar a Adelaida en una institución y, de paso, salvarme a mí de su influjo maléfico.
A veces se acercaba de puntillas y me tapaba los ojos instándome a adivinar. Yo disfrutaba de una intimidad que siempre me pareció paradisíaca. Me gustaba imaginar que sus manos olían a perlas, pues si las perlas tuviesen aroma debería parecerse al suyo: sudor cristalino mezclado con jabón de azahar. (Excúsame, Carlos, por estas sandeces mías. No son más que delirios de solterón sin esperanza).
Cuando se detenía de repente como si se hubiese convertido en estatua, yo revoloteaba a su alrededor procurando parecer invisible.
Me consumía no estar enterado al detalle de unos sucesos que Adelaida conocía a medias. Nunca le preguntó a Demetrio cómo se le ocurrió aquella idea extraordinaria, pero de sobra conocía los motivos. El anuncio del periódico pedía diez personas mayores de edad para realizar un experimento apasionante. Ella se presentó en la dirección indicada a la hora convenida. Había tres hombres esperando. Entraban de uno en uno a un pequeño despacho, como si fuese la consulta del médico y al rato salían como hechizados por alguna  aparición. Ella conocía a Demetrio de vista, como a todos los del pueblo. Era el tipo excéntrico que todas las mañanas desayunaba, sin hablar con nadie, en el bar de la plaza, ajeno a los parroquianos que le tomaban el pelo con chanzas y chirigotas. Cuando le tocó el turno, el sabio le explicó en pocas palabras lo que se esperaba de ella y le rogó que guardase el secreto. Después de un concienzudo estudio del cuerpo de las mariposas, había conseguido aislar los elementos responsables de la facultad de volar y estaba dispuesto a probarlo con aquel grupo de voluntarios. Le estaba proponiendo que se convirtiese en mariposa humana y traspasase aquellas obstinadas fronteras. Una vez al otro lado, ya encontraría la forma de volver y abrir a sus convecinos nuevos horizontes.
Solo aceparon el trato ella y el anciano propietario de un terreno en la zona más alejada del río. Familia y novio se pusieron inmediatamente en contra, pero ella resistió estoicamente, no sirvieron gritos, amenazas ni súplicas. Una vez tomada la decisión, nada ni nadie iba a disuadirla.
Cada tarde al salir del taller de costura, se reunía con el viejo en el arranque del camino que conducía a la casa de Demetrio. Allí pasaban horas dejándose inyectar misteriosos mejunjes y sometiéndose a agotadoras sesiones de gimnasia. Transcurridos cuatro meses y medio, clareando apenas una madrugada de domingo, el mago les condujo a lo alto de una loma en el lado oriental del río y les dio las instrucciones pertinentes. Adelaida cerró los ojos, extendió los brazos en forma de aspa, tomó impulso, respiró hondo y esperó.
No ocurrió nada. Cuando calculó que el prodigio nunca iba a producirse, abrió los ojos y miró a su alrededor. No había nadie. Esperó un rato. Nada. Silencio. Un perro salió de detrás de un matorral y le olisqueó los pies. El río ahora quedaba más lejos, bajo un puente metálico que no había visto nunca. Divisó torres, una cortina de árboles, rocas desnudas y comprendió, alarmada, que nada de aquello estaba allí solo unos minutos antes, cuando había cerrado los ojos. No reconocía aquel paisaje. O habían cambiado el decorado o aquel era un escenario diferente.


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Durante meses vivió al aire libre. Prefería el campo a la ciudad. En cuanto anochecía se acercaba a las casas mendigando un poco de comida. Conversando con vagabundos y deportistas, con pescadores que la invitaban a comer truchas asadas, aprendió a imitar su acento. Se unió a una mujer que caminaba sin rumbo buscando a su niña, perdida cuando según ella no medía más de treinta centímetros. “Dime: ¿Abortaste? ¿Tu hija se fue antes de nacer?” “No sabría decirte. Ahora tiene seis años y sé que me busca.” La acompañaba un obeso y maloliente individuo, tocado con gorra de visera, que parecía ejercer de protector suyo. El hombre, que se apañaba bien robando y no le molestaba compartir, le enseñó toca clase de trucos para evitar a la policía. Kilómetros más adelante, conoció a tres jóvenes nómadas, una chica y dos muchachos, que al principio se burlaron de su forma de hablar. Con ellos aprendió chistes, términos vulgares que no había escuchado nunca y, lo mejor de todo, recordó lo que era la risa. Más tarde, anduvo algún tiempo en compañía de unos vendedores ambulantes, pero en cuanto comprendió que la regla del juego consistía en que ella sirviese de reclamo para colocar la mercancía y ellos se quedasen con las ganancias tuvo que poner tierra por medio. En una minúscula aldea, hizo amistad con dos hermanas que se impusieron la tarea de alimentarla. Metían en una tartera porciones del guiso a medida que su madre lo iba sacando del fuego, lo trasladaban a hurtadillas descolgándose por las peñas hasta plantarse en la orilla del río, con los zurrones colgados de la cintura y la contemplaban fascinadas comer. Era cuestión de tiempo que la autoridad se pusiese sobre aviso y la metiese en la cárcel, así que desapareció una noche, con alevosía, nocturnidad y un gran dolor de corazón.
Su táctica era tan simple como recorrer el curso de los ríos. Las corrientes de agua alimentan la vida y reflejan su flujo constante. No hubiese sido nada fácil sobrevivir en terreno seco.
Todo cambió al llegar el frío. Adelaida no conocía nuestro clima, en su Valle el tiempo permanecía invariable todo el año. Los ríos la empujaban con violencia lo más lejos posible. Tuvo que buscar refugio en las poblaciones, ampararse en los muros de las calles, dar tumbos de un lado a otro, sin un techo bajo el que refugiarse, recibiendo miradas de desconfianza, insultos, palabras feas, alguna denuncia. Más de una noche durmió en la comisaría. La mañana que me obligó a darle cobijo había llegado a tocar fondo y estaba empezando a comprenderlo.
Encargué carne de avestruz en la granja de mis paisanos para comerla con ella en Navidad. De regreso, conduje durante doce horas seguidas para que nos diese tiempo a cocinarla. Adelaida la rellenó de guindas y la embadurnó de licor y cardamomo. Sirvió aquel plato junto a un  sabroso mejunje a base de hierbas machacadas, –cultivadas por ella en  los tiestos del balcón– guindillas y un bastón de canela. Apetecía viajar a Astro, dondequiera que estuviese, solo para gozar de su gastronomía. En cuanto la cocinera se quitó los delantales, se enfundó un vestido color cereza de escote recto y alto por delante que formaba en la espalda un pico afilado. Ella misma se lo había hecho con un retal barato que encontró. Aprendí algunas canciones de su tierra, que cantamos y bailamos hasta el amanecer sin necesidad de ningún instrumento. Segundos antes de encerrarse en su cuarto, anunció que se mudaba al día siguiente.

(Continuará)

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