viernes, 24 de marzo de 2017

La Baronesa (XII)

Si te han arrebatado tres hijos sin darte tiempo a conocerlos, sin que sepas si están muertos o han desaparecido, sin que te den nunca ni una sola pista, por fuerza te tienes que sentir justificada para enredar un poco. Propagar bulos te proporciona un poder inimaginable y, casi mejor, te divierte tanto que llegas a olvidar tus tragedias. Solo hasta la noche, es verdad. En cuanto estás sola y a oscuras te agarran por el cuello y mientras la asfixia hace que se te salten las lágrimas, esperas que te lleven de una vez al otro barrio. Pero nunca acaban de matarte y, finalmente, tienes que hacerlo tú, aunque sea provisionalmente, cayendo en el sopor total de la forma más sencilla que sabes.
Veo frente a mí grúas, edificios amarillentos, nubes que los ocultan a medias y se propagan según avanza la tarde. O humareda o niebla o vapor que emborrona el aire o un velo que me tapa la visión y que, empiezo a sospechar, está en mis ojos. No soy yo quien lo ha puesto ahí, preferiría verlo todo tan claro como la aguamarina que me regaló Daniel en nuestro primer aniversario y que aún no me he quitado del cuello. Ni lo haré nunca: la exhibo, la toco, la paseo; es la pureza misma, oscura, transparente, dura y azul como mi propia alma. Tan frágil como ella.
La aguamarina. Un espíritu bueno que me acompaña y protege, no el único. Cuento también con mis talismanes secretos. Y con el tarot, los frascos, la botella, las milagrosas sustancias, un Basquiat del que no me desharé aunque me muera de hambre y, vibrando en el espacio, Warren Zevon que me susurra su maravillosa Turbulence. Son mis deidades protectoras y nunca podrán arrebatármelas.
También tú me protegiste, Rosario. Me salvaste de las garras de Alphonse ayudándome a querer huir de la banda en lugar de despreciarme por tratar de empujarte a las vías. En cambio yo te traicioné en cuanto pude, te sustituí por el primero que me miró fijamente. Lo mismo que hice con Daniel. Forma parte de mi trayectoria vital.
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 Rock Bottom Remainders
Bruno se acercó a mí en la estación, me acarició el pelo, me envolvió en su gabardina al ver que tiritaba de frío y yo le seguí sin rechistar. Era amable y distante. Vivimos juntos casi cinco años y, en aquella época, no creí que pudiese quejarme de nada. Tenía un hijo dos años más joven que yo, de cuya madre no se hablaba nunca, y desde el principio me permitió jugar con él. A veces, hasta me explicaba lo que aprendía en el colegio. Con el tiempo aprendí a cocinar, a dirigir a las cocineras y al resto de los empleados, a vestir como es debido, a comportarme en las fiestas, a disfrutar de los conciertos, a amar el teatro, a mantener conversaciones con gente instruida. Tenía a mi disposición una hermosa biblioteca donde documentarme sobre literatura, arte, historia y música. Aprendí mucho gracias a los consejos del padre, aunque el lenguaje del hijo empezó a parecerme más digerible.
El lenguaje, los besos, las caricias. Antes de darme cuenta estaba compartiendo cama con los dos. Tristan y yo nos veíamos a escondidas, pero estuvo a punto de descubrirlo todo por culpa de sus celos insensatos.
Me hubiese enamorado de no haber sido por ellos, pero eran incontrolables y estallaban a todas horas. Se volvió irascible y maleducado, insultaba a su padre, provocaba peleas con cualquier excusa, se levantaba de la mesa, daba portazos, rompía objetos. Tanta brutalidad me obligó a rechazar las exigencias de Bruno. Durante todo un verano impedí que se acercase a mi cama. Se lo dije a Tristan pero no me creyó.
Por eso, el dueño de la casa nunca dudó de que no tenía nada que ver con mi embarazo. Acababa de cumplir los veintiuno, la mayoría de edad de entonces. Me quiso echar de su casa hasta que le confesé quien era el padre. Entonces me obligó a casarme con él. 

(Continuará)

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