lunes, 25 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (II)

Total, no me iba a aclarar nada esa tarde. El ambiente empezaba a oler a ceniza, la penumbra era gris y el rostro de mi abuela terroso. Me exprimí las meninges pensando a quién podía convencer para dar una vuelta cuando todos mis amigos habían subido a esquiar.
-Como no te has salido con la tuya quieres irte, mira a ver si encuentras algún chalao que quiera destapar…
-… la caja de los truenos. –Terminé yo. Esa frase estaba en un cuento que me solías leer por las noches.
Me rasqué la escayola, sabía que no iba a aliviarme el picor del  brazo pero el simple gesto servía para tranquilizarme. Algo así pasaba con mi abuela, no iba a sacarle nada, al menos de momento, pero no podía evitar intentarlo.
-Mira, sí, me voy a dar una vuelta. Tengo que comprar algunas cosas y a lo mejor me meto en el cine, pero no puedo entender que, sabiendo como sabes, que guardas un secreto familiar maravilloso vayas a dejar que se olvide. A mí casi me parece un delito.
-Maravilloso, un cuerno. –Las facciones se le desencajaron un poco, ahora le temblaba la mandíbula – No todos los secretos son una maravilla. Tú te derrites por las historias, es una manía que tienes, pero no siempre hay que destaparlo todo, hay cosas…

Diario de Dora
Edward Hopper - Casa junto a la vía del tren (1925)

El tío Blas andaba siempre cavilando y revolviendo papeles como tú. Tenía un amigo, Ernesto Aldana, que iba con él a todas partes. Chismorreaban en sordina,  todo parecía extrañarles. Llegué a pensar que los chicos mayores eran como ellos. Pero cuando tu abuelo apareció… Voy a parar aquí, me conozco y sé que estoy a punto de irme por las ramas.
Ha pasado una semana y tú me sigues agobiando con preguntas. Intento zafarme e insistes. Como me acorralas y no te sirve de nada, acabas de salir haciendo temblar el dintel y hasta la pared que lo sostiene.
Querría explicártelo, pero no ahora, espero que algún día leas esto. Sé que eran tres. Aldana, tu tío y un muchacho francés que se hospedaba en la pensión de allá arriba, donde se alojan a los esquiadores que vienen de Valgrama. O puede que cuatro: a veces les acompañaba una chica. Se habían obsesionado con una quimera pretendían conseguir lo imposible.

Intenté no exagerar el portazo. ¿Qué habría podido decirle? Imposible darle la razón: solo nos hace daño lo que es demasiado reciente. Aunque –me daba cuenta –para ella aquello había ocurrido ayer, y lo seguiría teniendo muy presente mientras continuase entre nosotros.
No pensaba bajar al pueblo. Me entretuve recogiendo piedras por el camino que lleva al Cerro Chato. El sol empezaba a ocultarse tras las siluetas pedregosas de la cumbre mientras una bruma helada se deslizaba por mi espalda. A la abuela no se le podía sacar ni una palabra, mi bobo interrogatorio solo serviría para ensombrecer nuestra convivencia. ¿Qué estaba haciendo? Algo tan torpe y absurdo como llenarme los bolsillos de piedras para ascender por terreno empinado, como emprender aquella marcha dejando que la noche invernal me sorprendiera en medio del monte, solo, sin olfato para orientarme y con un simple chubasquero de plástico encima.
Sospechaba que había ido allí para descargar la rabia que sentía. Pero al volverme y ver los tejados agrisándose a mis pies, lo que descargué fue el peso que llevaba, arrojándolo sobre el pueblo cada vez más borroso o apuntando a los abedules que relucían aún en el margen del río.

Edward Hopper - Camino en Maine (1914)
Diario de Dora
Se les había metido en la cabeza encontrar un ejemplar de la colección de diez objetos que un explorador belga habría obtenido del hechicero de una tribu africana y que estarían ocultos en los templos más oscuros y apartados de los cinco continentes. Repasando claves secretas insertadas en textos de la época. con la complicidad de un amigo erudito, encontraron alguna pista. Fue eso lo que les condujo al desastre.
Tenían que viajar a Japón, escalar la pared norte de un templo cuyo nombre y ubicación conocían solo de forma aproximada. En las páginas que pude leer antes de arrojarlas al fuego, Ernesto explicaba cómo iban rastreando briznas de información con paciencia infinita, consultando mapas, descifrando códigos a base de operar con números para acabar convirtiéndolos en letras. Aquel objeto tan codiciado se encontraría a solo tres palmos del tejado, detrás de un ladrillo hueco que uno de los constructores había embadurnado con pez.

Esa noche la abuela me esperaba con un puchero de gachas preparadas con hígado de cerdo y harina de almortas. Mientras comíamos, con una locuacidad algo impostada, me habló de su juventud, de las eternas tardes veraniegas bordando tras los cristales del mirador con el resol que reverberaba sobre el cristal y se posaba en el bastidor con tanta intensidad que podía acabar mareando. Lo curioso fue que, con cualquier excusa, me remitía al segundo cajón de su cómoda. Según creí entender, es allí es donde guardaba los paños bordados, las enaguas de encaje y los peinadores que durante un tiempo ocultaron los misteriosos escritos enviados por Blas desde Japón. 


(Continuará)

lunes, 18 de diciembre de 2017

La joya de la familia (Relato enigmático) (I)



El verano pasado decidí desempolvar una vieja historia de la que había oído hablar rara vez y siempre en voz baja. Fue una indagación premeditada. Desde hacía meses acaricié esa idea recreándome en las sucesivas etapas que debía recorrer, las circunstancias, los obstáculos, las preguntas y respuestas, el recorrido expectante por las páginas de cartas y documentos. Me trasladé hasta el pueblo manchego donde vivía mi abuela, el único testigo, aunque indirecto, de unos sucesos que el tiempo había ido difuminando.
Cuando le expliqué a lo que había ido se escandalizó (o fingió que lo hacía).

Diario de Dora

Para mi nieto Julio. Querido: Empecé a escribir estas memorias cuando solo tenías cinco años. Siempre supe que en cuanto crecieses querrías saber. En el cuaderno que encontrarás dentro del paquete va mi testimonio, todo lo que sé sobre el asunto. No me culpes de un silencio que solo entenderás con el tiempo y la ayuda de estos papeles. Todavía has de comer muchas longanizas, hacerte un hombre  aunque tú creas que ya lo eres –y eso significa esperar a que esté muerta– para que te permita husmear en los secretos de familia. Agradece que no espere a que tengas mi edad, aunque solo entonces podrás comprender lo incomprensible y, sobre todo, entender la importancia de estas confidencias.

-No comprendo qué pretendes. –protestaba–  ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, se te ocurre escarbar en la basura? Deja al pobre Blas tranquilo, esté donde esté.
-Se me ocurre ahora, abuela, porque cuando pasó aquello yo aún no había nacido. Inicio el camino ahora y aquí estoy. De niño me hacía otra clase de preguntas.
-Bueno, bueno –murmuró– Pero, ¿por qué ese interés por Blas?
-Porque nadie quiere hablar de eso.
-¿Sólo por eso? ¿Siempre llevando la contraria?
Noté que los labios le temblaban un poco y me ablandé.
-No es por fastidiar, en serio. –la miraba fijamente, un truco que no solía falla–Lo que pienso es…
-No pienses.
Me sorprendió el tono chillón, tan impropio de ella, o eso pensaba.
-¿Cómo?
-Lo que te digo. Me parece bien que seas fantasioso, pero imaginar no sirve de nada, no puedes adivinar y la verdad es la verdad, no hay vuelta de hoja, no hay que inventarse cosas y pensar que son ciertas.
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Edward Hopper - The Bistro or the Wine Shop (1909)
-Abuela…
-Ni abuela ni gaitas –rezongó, y se puso a buscar las gafas como hacía siempre, a tientas, palpando la mesa camilla igual que si estuviera ciega, para que yo adivinase lo que quería y fuese a buscarlas a su cuarto. A la abuela, mi capacidad deductiva le parecía bien cuando le convenía, como a todo el mundo, pero resultaba extraño en alguien tan cargado de razón como ella.

Diario de Dora

Siempre has sido muy novelero, Julito. Te advierto que no lo sé todo y te prevengo: si no intentas averiguar más de la cuenta, mucho mejor para ti. El tiempo ha envuelto los hechos con una niebla benigna, los ha convertido en leyenda. Déjalos así, si quieres escribir sobre ello inventa lo que haga falta e intenta no escarbar demasiado. Blas era mi primo, habíamos jugado de pequeños, cuando sucedió aquello yo era una cría, tu abuelo no había llegado al pueblo aún. Tú no alcanzaste a conocerlo. Vino a tomar posesión de su plaza, nos gustamos ya en el primer baile y enseguida hablamos de boda. Con él tuve una buena vida, rutinaria, consagrada a cuidar de él, a bordar y a leer, sin sobresaltos que alterasen nuestra paz.

Ignoré su mueca de disgusto y me senté para fingir que leía mientras ella movía garbosa las agujas con las lentes resbalando por la rampa de su augusta (y afilada) nariz. Suponía que todo ese silencio ocultaba una historia inquietante y extraña, pero su actitud me prohibía explicárselo. La verdad es que no hacía ninguna falta: ella también adivinaba el pensamiento. Noté sus esfuerzos por evitar que la comprometiese, nuestra complicidad era tan grande que mis zalamerías podían soltarle la lengua fácilmente y acabar arrepintiéndose cuando ya no tenía remedio. Enderezó la espalda y apuntó los cristales a mis ojos.
-No te quepa duda.
Me pareció que hablaba con esa volubilidad que se suele atribuir a los ancianos, pero cuando puso mis pensamientos en palabras me alarmé de verdad.
-Inquietante y extraña, por supuesto que sí. Y las cosas raras que molestan mejor dejarlas como están.
-¿Yo he dicho eso?
Esbozó una sonrisa traviesa. Sospeché que había pensado en voz alta, pero ella agitó los brazos sin parar de tejer.
-No has hablado pero piensas muy fuerte y los viejos, a veces, podemos oír esas cosas.

Diario de Dora

Sí, lo confieso. Tal como imaginas, después de desaparecido llegaron a mis manos sus memorias. Las leí, claro, como cualquier otro papel que se cruzase en mi camino, pero de eso hace –hoy, mientras escribo– más de cuarenta años, y tu abuelo se empeñó en que quemásemos todo. El tío Blas era un chico delgado e inquieto, todavía más novelero que tú, Julito, (Deja que te llame así por una vez). Por eso, porque sois parecidos, me preocupa que te metas en berenjenales. Sé lo que estás pensando, que tú no vas a acabar como él, pero este es el día en que todavía no sé si acabó. Sí, después de tanto tiempo, ni siquiera puedo afirmar que haya muerto; si tengo que ser honesta, he de reconocer que no estoy segura de nada.


(Continuará)

lunes, 11 de diciembre de 2017

Escritor, si el tiempo es oro no lo ignores cuando escribas

El tiempo forma parte de la vida, eso significa que no puede faltar en tus relatos. Estará presente de varias maneras:

  1. Las etapas en que dividirás tu historia (planteamiento, nudo y desenlace) son comparables a los momentos vitales (nacimiento, crecimiento, muerte.
  2. Toda historia supone un antes y un después, eso implica un lapso de tiempo por pequeño que sea. Incluso si todo lo que narras se refiere a un presente, no ha surgido de la nada, procede de un antes de otros acontecimientos que han desembocado en la situación actual.

Hasta tal punto la noción de tiempo forma parte de nuestra naturaleza que nos cuesta mucho transmitirla. Tendrás que esforzarte, pero antes escucha a los expertos:

“El tiempo tiene que fluir siempre dentro del relato, tiene que dejar su herida, zarandear a las gentes que se mueven dentro de él, irlas transformando. Y que se vea cómo y por qué y a través de qué fases pasan de un estado a otro…”
CARMEN MARTÍN GAITE. El cuento de nunca acabar


La autora sigue explicando que a los personajes no se les puede tratar como a los elementos de un paisaje, no se les puede ver de una pieza, sino poco a poco, a través de lo que hacen y dicen. Los personajes de ficción tienen que parecerse a la gente real y es un hecho que la gente cambia. Como escritor, tienes que proponerte reflejar este cambio, imitar lo mejor posible a la vida tal como es. Este es otro de los factores que contribuyen a dar verosimilitud a una obra de ficción. O a la inversa: si el tempo narrativo no está bien llevado la historia entera hará aguas. El proceso vital de los personajes  ha de ser creíble, sus transformaciones siempre tienen que estar justificadas.
Los relatos cortos usan el tiempo presente y el pasado indistintamente, dependiendo de sus características y de los objetivos que se marque el narrador. En cambio en una novela el presente es más difícil de manejar, sobre todo si se quiere utilizar de principio a fin, pues hay que hacer creer al lector que doscientas o más páginas están ocurriendo ante sus ojos. Será preciso recurrir a mucha astucia narrativa para seleccionar y dosificar los recursos que hagan esto convincente. Una solución sería alternar los fragmentos en presente y en pasado a medida que la narración lo vaya pidiendo. El futuro y el condicional tendrás que emplearlos con moderación, y solo los incluirás si estás seguro de que los sabes combinar perfectamente con los otros dos.
Imagen relacionada
Francisco de Goya - Disparate ridículo
En general, la elección de los tiempos verbales dependerá de las características de la historia. Las posibilidades que ofrece el manejo del tempo narrativo son:
Orden líneal o cronológico. Es cuando la historia se cuenta de principio a fin.
Cronología rota. Aquí hay varias posibilidades. Puedes empezar por el principio, por el final o “in media res” (en mitad del asunto), y realizar todos los avances y retrocesos que consideres necesarios. Pero tiene que haber un motivo claro para usar este procedimiento. Y tienes que conseguir que en ningún caso haya confusión informando perfectamente al lector del orden en que ocurrieron los hechos. Los saltos cronológicos mal manejados producen incertidumbre y darán lugar a que el relato quede deshilvanado, sin fuerza. En cambio, si se maneja con habilidad, desvelar solo una parte de la información provoca curiosidad en el lector manteniéndole en un estado de intriga.
En general, hay que tener en cuenta que las elipsis son inevitables ya que es imposible contarlo todo. Pero hay que recurrir a ellas solo cuando los hechos que obviamos carezcan de interés para el desarrollo narrativo y, por tanto lo que omitimos no tendría eficacia narrativa ninguna. Piensa que si eludes ciertos hechos solo porque no sabes cómo resolverlos, el lector se sentirá desorientado y tu trama habrá perdido fuerza.
Es importante distinguir entre tiempo objetivo (el que marca el reloj) y tiempo subjetivo, que es la forma en que cada personaje lo vive. Para transmitir la intensidad de las vivencias tienes que jugar con el tempo narrativo dando más espacio a lo importante y poco o ninguno a lo anecdótico. En ese sentido, tienes que ir decidiendo cuánto espacio dedicas a una escena concreta sin olvidar las necesidades del relato completo. Por ejemplo, si un personaje está esperando a otro, es probable que no tengas que detenerte en ese tiempo muerto, pero si el que espera está muy impaciente puede que te convenga explicar con detalle de qué forma se manifiesta esa impaciencia. A veces, describir los mínimos gestos de alguien es la mejor manera de reflejar su personalidad.
Al jugar con la velocidad y duración del tiempo, puedes lograr efectos muy variados. Con la lentitud:
-resaltarás los momentos más importantes,
-transmitirás el carácter o los sentimientos de los personajes,
-mantendrás la intriga el mayor tiempo posible,
-te servirá para crear ambiente,
-conseguirás un mayor disfrute del lector ante un pasaje concreto etc.
Hay narraciones que se apoyan exclusivamente en lo cronológico, en ellos podríamos considerar el tiempo como un personaje más, y a veces, incluso funcionará como protagonista. En el género negro, por ejemplo, circunstancias como la colocación de una bomba y su posterior localización y desactivación en el último instante, conseguirá que mantengas el suspense hasta el último momento.
Ahora que la importancia de este elemento ha quedado clara verás cómo tus historias mejoran. Los resultados dependerán de tu habilidad, de la atención que pongas y, como todo en la vida, de la práctica.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Demasiado ambiciosa (Relato feminista)

-Tengo que conseguir ese ascenso.
-¿Otra vez? Siempre estás con lo mismo.
-Siempre no. Una vez al año, que es cuando se renuevan los cargos y hay oportunidad de escalar puestos.
-Marisa, esa empresa tuya te tiene comida la moral.
-No sé por qué ahora hacéis piña contra mí.
Mi sobrina se había sentado encima del mantel, pellizcaba metódicamente las migas de tarta y se chupaba los dedos mirándonos, pero nadie tenía ánimos para reírle la gracia.
-Tu hermano, que se queda ahora en paro con una hija, eso sí debería preocuparte.
-Me preocupa, ya sabes que he hablado con el director general.
-Y no ha hecho más que darte largas –intervino Diego, de una forma tan desabrida que me sorprendió. No era propio de él.
-Tú ya has trabajado allí, te conocen, tienes buena reputación en la empresa.
-Pero me fui, y eso no me lo perdonan.
-¿Y a mí? ¿Me perdonan algo?
-Marisa, tienes que reconocer que eres muy arisca. Dice Diego que te apartas al menos contacto, que nunca les ríes las gracias.
-Tampoco él le reía las gracias a nadie.
Martita había encontrado un amigo. Jugaban a subirse encima de un perro enorme de cartón piedra que ocupaba media terraza. Mi hermano se repantingó un poco más en la butaca, entrecerró los ojos y asumió el mando.
-Mira a tu hija. Está en la espalda de Paquito, como resbale se mata.
Feli dejó la taza, se pasó la servilleta por los labios y salió a escape hacia la puerta con los brazos extendidos.
-Esta vez no tienes razón, Marisa. Reconoce que no puedes quejarte: tienes un trabajo fijo, un sueldo para ti sola, nada de compromisos familiares, el futuro asegurado, vives bien, puedes viajar…
-Sí. ¡Qué suerte! Tengo una licenciatura, dos másteres que la empresa nunca se molestó en abonarme, y ¿qué hago? Recortar cupones y archivar.
-Pero ¿qué te cuesta sonreír un poco? Solo tienes que tener mano izquierda, seguirles la corriente de vez en cuando.
-Tú tampoco lo hacías cuando trabajábamos juntos.
-Pero es que yo…
-Tú ¿qué? ¿Me aconsejas que pierda la dignidad solo por ser mujer? La verdad, no esperaba eso de ti.
-Perder la dignidad no, Marisa. Solo tienes que hacer lo que hacen todas.
Miré hacia la barandilla, las primeras luces de la noche iban brotando allá abajo. Junto al toldo,  Feli también miraba el horizonte sujetando a Marta por los hombros mientras charlaba con la madre de Paquito. Hacía lo que hacen todas, ocuparse de sus hijos mientras el marido apura el último chupito y añade unos gramos a su más que regular barriga.
-¿Qué es lo que hacen todas? ¿Dejar que el rijoso del jefe se pegue al respaldo de la silla y les sobe el pelo lo que le dé la gana? ¿Aplaudir las tonterías de Agustín? No me puedo creer que digas eso.
-Y yo no me podía creer que pegases esos respingos cada vez que se acercaba un compañero. Si lo sigues haciendo, no me extraña…
-¿Qué insinúas?
-Tú siempre has sido cariñosa, no entiendo…
-Contigo que eres mi hermano, no te fastidia.
Feli volvía con la niña en brazos. Noté entre sus hombros una curva suave, su sonrisa tenía un rictus de cansancio.
-¿Ya estáis discutiendo otra vez? ¿Es que no os puedo dejar solos?
-Tu marido, que me quiere convertir en el juguete oficial de la empresa.
-Venga, no exageres, Diego quiere lo mejor para ti. Pero ya se sabe, si somos mujeres y queremos llegar a algo…
Entonces comprendí por qué Diego se enfurece cuando Feli habla de buscar trabajo, por qué se ha resignado a que desde el martes en su casa no vuelva a entrar un céntimo, más aún, por qué están tan dispuestos a ser mantenidos por mis padres en caso de que les cierren todas las puertas.

lunes, 27 de noviembre de 2017

El enemigo está en el viento (Relato contra la violencia de género)

Día Internacional contra la Violencia de Género
Cuando Alicia era niña nadie podía llevar la contraria a los padres, los chavales tenían que ser sumisos, soportar lo que fuese porque había que tener en cuenta el enorme sacrificio que suponía haberlos traído a este mundo. Por entonces, no se ponía en tela de juicio lo que hacían y decían los mayores, ellos lo sabían todo, acertaban siempre, tenían hasta la facultad de adivinar el porvenir.
Con el tiempo, acabaría preguntándose por qué se había casado tan joven. Era incómodo vivir en aquellas familias, convertirse en una adolescente asediada por unos padres –más o menos bienintencionados– que debían ejercer el autoritarismo más severo con sus hijas, lo quisieran o no, porque así se lo imponía la sociedad de la época.
Con apenas veinte años, recién salida del colegio de monjas, sin saber nada de la vida y sus argucias, convencida de que iba a ser tratada con equidad sin tener en cuenta su género, se encontró, sin comerlo ni beberlo, girando en una espiral de violencia difícil de entender. Eran otros tiempos, aquello no se podía contar ni a la familia, denunciarlo era impensable a no ser que se mostraran marcas bien evidentes en el cuerpo. Y, aún así, siempre quedaba la sospecha. Pero el terror no deja huellas, imposible probar que has sido amenazada con un cigarro encendido mientras te sujetaban los brazos a la espalda. Si hasta los moretones merecían el sarcasmo del policía de turno, una mirada condescendiente y la advertencia que zanjaba la cuestión: “Los trapos sucios se lavan en casa, señora.”
Pero lo logró. Aunque le costó lo suyo, consiguió huir de aquello, salvarse, no ser anulada, escapar a un destino seguro de sumisión y maltrato. Por fortuna tenía una profesión. Es verdad que, desorientada como estaba, le costó no entregar su sueldo al que todavía era su marido, y eso que no le veía el pelo en semanas.
Por fin, se atrevió a enfrentarse a sus exigencias, conservar su propio dinero que, además, necesitaba para mantener a su hija, hacer frente a los gastos de la casa y pagar los del divorcio. Pero la cosa no acababa ahí, fue quedarse sola y enfrentarse a la noticia de que lo debía todo: la luz, el gas, el recibo de la contribución urbana, el agua y hasta un pufo en las cuentas de la comunidad de vecinos. Aquel santo cabeza de familia no había pagado a nadie y, por si esto fuera poco, afanó lo que pudo aprovechándose de su condición de presidente del bloque.
Con la ayuda de su familia, Alicia consiguió salir también de aquel atolladero. Ahora entiende que ella sí pudo salvarse, que su mente y su vida entera no fueron anulados por años de maltrato y sumisión, y que ocurrió así porque pudo ser rápida. Entonces no lo sabía, pero sacó ventaja a la fatalidad pidiendo  ayuda a su entorno y ejerciendo esa profesión que le permitió independizarse. Esto, teóricamente, es fácil de asumir, pero en la práctica no tanto. Llevar la contraria a ese hombre había sido impensable para ella, aunque le pegara, no le dirigiese la palabra, aprovechase la menor oportunidad para dejarla en ridículo y no apareciese por la casa más que los fines de semana, aprovechando que Alicia se refugiaba esos días en el hogar paterno para invitar a sus conquistas dejando huellas por todas partes; aunque desde el día de la boda jamás hubiese mantenido una conversación con ella de igual a igual ni sobre el asunto más intrascendente.
Tras un enfrentamiento terrible que la dejó con los nervios destrozados, su legítimo salario no volvió a cambiar de bolsillo.
Era hora de buscarse un abogado –peregrinación larga y angustiosa por los despachos más machistas de la ciudad– y, tras comprobar que el coche familiar estaba solo a nombre de él, que los ahorros se habían repartido por varias cuentas y que ninguna estaba a su alcance, se enfrentó a la separación, única alternativa por entonces pues el divorcio todavía no había llegado a España.

***

En cambio ahora los amos del cotarro son los hijos de ambos sexos. Ninguno es culpable de nada, ellos son quienes creen detentar el poder legítimo, quienes consideran a los padres sus sirvientes, esos que no tienen defectos destacables y, si acaso presentan alguna imperfección, la culpa es siempre de los progenitores, sobre todo de las madres, ellos siguen estando por encima de esas bagatelas, son los triunfadores, los que se arrastran por las trincheras del mundo exterior (aunque nosotras trabajemos el mismo número de horas) y por tanto seres superiores a quienes no compete lo que ocurre de puertas para adentro.
Los hijos, esos seres inefables a quienes hay que permitírselo todo. Y ay de ti si no lo haces. Serás inmediatamente comparada con los padres de otros hijos e hijas, con las madres de los amigos y compañeros. Comparada y denigrada, porque esas madres sí son comprensivas, no como tú, Alicia, que intentas poner límites y te sientes impotente ante tanta permisividad. Sigues siendo la rara, Alicia, fuiste hija cuando los hijos eran el último mono y ahora eres madre, menos que un cero a la izquierda en medio de este maremágnum.
Un hijo tiene todos los derechos, aunque sea mayor de edad, aunque tenga ya hijos propios. Alicia se pregunta qué pasará con la generación de sus nietos, ella no va a poder verlo, tiene demasiadas ganas de ser abuela y nunca las ha disimulado. Esa ilusión no se perdona, es una oportunidad para atacar, para frustrarla, para no darle el gusto de conocer a esos niños. Por eso nunca podrá saber si la situación se invertirá de nuevo a favor de los padres o los que nacen serán las nuevas víctimas de una generación inmisericorde. Afortunadamente, todos los hijos no son como Cecilia ni todos los maridos como el padre de esta, ella sabe que tuvo mala suerte, una mala suerte demasiado frecuente. Por desgracia.
Ya no tiene derecho a nada, y eso que tuvo que aceptarlo todo. Aquello por lo que no transigió cuando el déspota era su marido tuvo que soportarlo como madre. Con esa hija, que ¿para qué negarlo? tuvo un buen maestro, que apenas se preocupó de ella pero que le enseñó todos los resortes patriarcales que ella recogió encantada sin tener en cuenta que era mujer o, más bien, utilizando las armas feministas que la propia Alicia le había proporcionado.
Hubo de transigir con el desprecio, la humillación, los insultos, el abandono cuando llegó la enfermedad que se instalaría para siempre en su vida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hay que disimular, no rebelarse para no parecer una mala madre, aunque Alicia sabe que ejerció su doble tarea de padre y madre con toda dignidad y resultados más que brillantes. Se lo pusieron difícil pero lo consiguió, lanzó al mundo un ser con todas las herramientas para triunfar: personalidad, cultura, belleza, don de gentes. La única opción hubiera sido el rechazo, pero ¿cómo se puede rechazar a una hija? Esperaba que cambiase algún día, no se le ocurrió nada mejor. Es posible que alguna vez ella madure y, si no, que aparezca un buen chico que le haga recapacitar. Pero el muchacho en cuestión hablaba otro idioma, venía de otras latitudes y, para colmo,  era demasiado ingenuo. Hasta en esto tuvo suerte Cecilia. Mejor dicho, supo escoger. Y el abandono se produjo. Sí, fue ella quien abandonó a su madre inválida y, por tanto, inservible, como se arroja al cubo de basura una escoba vieja o un aparato que ya no funciona.
¡Vaya negocio de vida, Alicia! Si lo llegas a saber. Más vale estar sola que mal acompañada, tú lo sabes bien, haces buenas migas con la soledad, tienes un sinfín de aficiones, presumes de sociable, de que jamás te ha faltado alguien con quien tomarte un café. Pero has de reconocer que has vivido en la orilla equivocada. Que nunca fuiste la cara de la moneda, la figurita de la baraja, la parte de arriba del plato, que permaneciste en la parte de atrás, la que sostenía todo el tinglado y no se dejaba ver por nadie.
Por suerte, reconoce, pertenezco a una generación que se preparó para tomar las riendas de su vida, que sabe disfrutar de los buenos momentos, tomar lo que la suerte le ofrece, que nunca se creyó el cuento del príncipe azul y ha sabido ganarse el sustento, que siempre vio una oportunidad en la derrota y ha aprovechado su soledad aparente para seguir cultivándose hasta hoy. Alicia, por fortuna y a diferencia de otras muchas mujeres, tiene muy claro quién es quién en su historia. No se hace responsable de que la suegra se adueñase de su casa aprovechando su extrema juventud, de que su cuñada la tomase por el pito del sereno, de que su marido se convirtiese en un tirano en cuanto el cura les dio las bendiciones, de que su hija haya asumido el rol de ese padre con el que solo convivió cuando aún no se sostenía en el suelo, que nunca la ha querido y del que nunca ha obtenido un céntimo. A veces piensa que está pagando sus culpas, que Cecilia se ha vengado en su persona cobrándose, o eso debe pensar, la inmensa deuda afectiva que dejó el padre ausente.
Afortunadamente, hay familia, amistades, un sol que aparece en el horizonte todas las mañanas, oxígeno para respirar, árboles, pájaros. Y su gran obra, la que llevó a cabo porque debía y quería, esa mujer llamada Cecilia a quien entregó las herramientas necesarias para ser razonablemente feliz. Una obra que la llena de regocijo porque comprende que el triunfo es solo suyo, aunque esa mujer feliz haya terminado dándole la espalda.

25 DE NOVIEMBRE
DÍA INTERNACIONAL CONTRA
LA VIOLENCIA DE GÉNERO

lunes, 28 de agosto de 2017

Escritor: tu historia puede no ser realista pero tiene que ser verosímil

De la famosa verosimilitud y de cómo alcanzarla hablé ya en un post anterior. Aquella vez consideré oportuno ofrecer alguna que otra receta para conseguirla pero, curioseando por la red, me doy cuenta de que existe mucha confusión acerca de lo que es o no es literariamente verosímil. Es una pena que verosimilitud y realidad suelan equipararse cuando son conceptos muy distintos. El primero se refiere a la credibilidad del relato dentro del marco de lo literario, no olvidemos esto, mientras la realidad significa mantenerse en las coordenadas de lo posible. Si queréis ejemplos, Le Père Goriot se inscribe en la corriente realista, como el resto de la producción de Balzac, pero nunca nos tomaremos La invención de Morel al pie de la letra, al contrario, lo degustaremos como lo que es, un relato fantástico de primera categoría, escrito por Bioy Casares, un amigo y colaborador de Borges menos conocido que el maestro. El propio Borges no tiene nada de realista, ni la mayoría de los representantes del boom latinoamericano. Nadie creerá que lo que cuenta La metamorfosis ha llegado a ocurrir. Tanto esta novela corta como el resto de las de Kafka hay que disfrutarlas y, si nos apetece, adjudicarle el significado subjetivo que nos parezca, incluso intentar desentrañar qué es lo que su autor quiso decirnos (y decirse). Todos estos ejemplos son literatura de primera, por tanto, perfectamente verosímiles, y viceversa.
La fantasía será verosímil siempre que sea coherente
Tercera parte de la  trilogía, basada en la novela de J. R, R. Tolkien
Ya lo vamos viendo un poco más claro, pero por si aún nos quedan dudas pasemos a la vida cotidiana. M.V. ha concebido una historia, claramente enmarcada en el género fantástico. Empieza explicando que un mamut tan gigantesco como toda la provincia de Aragón queda fosilizado durante siglos y en los cartílagos de sus orejas se van desarrollando dos ciudades. Los sedimentos acumulados durante siglos han vuelto invisible su origen, pero sus habitantes están condicionados por él. Algunos protagonizan fenómenos extraños, como levitaciones, una desmesurada capacidad auditiva cuando se encuentran por debajo del nivel del suelo etc. Son ciudades hermanas, diferentes a cualquier otra y muy parecidas entre sí,  que mantienen entre ellas una rivalidad atávica. Cuando M.V. me pregunte si es realista lo que está escribiendo le contestaré que no, evidentemente, pero hasta leer la versión definitiva me abstendré de juzgar si es o no verosímil. Mientras tanto, le daría unos cuantos consejos: establecer unos parámetros coherentes entre sí y no salir de ellos, añadir los detalles necesarios olvidando los que no aporten nada al argumento y otros por el estilo. Si la urdidumbre sostiene perfectamente la trama, si consigue que no se derrumbe por culpa de unos cimientos endebles, la verosimilitud estará asegurada y habrá logrado su objetivo. Si por el contrario la fantasía se escapa entre unas costuras propensas a reventar, M.V. habrá construido un bodrio.
Pero M.V. no solo escribe, también tiene una vida. Un día de un año cualquiera, cuando asistía a un Congreso Mundial sobre Literatura Fantástica organizada por la Ohio University, recibió una llamada de su madre. Eran las doce de la mañana, hora española, y la ciudad de Athens (Ohio) apenas se estaba despertando. Naturalmente, que alguien telefonease a esas horas no podía augurar nada bueno: a su tío le había arrollado un camión en plena autopista y había fallecido en el acto, el resto de los ocupantes del vehículo –incluida una hermana de M.V. a punto de salir de cuentas– habían resultado ilesos. Cuando se dirigía al auditorio para escuchar la primera conferencia matutina (15.00 en Greenwich), M.V. se enteraba de que, por culpa del susto recibido, el parto se había adelantado un poco y su primer sobrino había nacido algo maltrecho. Cuatro horas más tarde, era un vecino quien le daba la noticia de que las quinielas les habían regalado varios millones de euros. Ya no pudo aguantar más, abandonó el campus, tomó un taxi hasta el hotel, cerró las ventanas, se sirvió un refresco de cola y encendió el televisor para evadirse. El locutor informaba que su ciudad había sufrido un terremoto terrible, con hundimiento de edificios y un saldo de 102 fallecimientos.
Tranquilos. Esta última catástrofe no tuvo consecuencias para la familia de M.V., la zona costera fue la más afectada y ellos vivían en una urbanización tierra adentro. Pero M.V. recibió asistencia psicológica en España dónde regresó a toda prisa sin fuerzas para completar el programa previsto. La experiencia, desde luego, era absolutamente increíble, además de terrorífica. Incluso, haber ganado tanto dinero en una jornada tan siniestra añadía a la cadena de casualidades un matiz particularmente doloroso. Por eso, cuando una década más tarde M.V. quiso relatar aquellos hechos no tuvo más remedio que alterarlos. Aunque hubiesen sucedido así, era obligado cambiar la cronología para cumplir con la verosimilitud literaria. En la novela, el alter ego de M.V. realiza en Alemania un curso Erasmus, lo antedicho sucede en el espacio de un mes y la impresión recibida modificará por completo su futuro. Una versión más o menos dramática que la auténtica, según se mire, que sirve de arranque y pretexto a un constructo ficticio. Lo que le sucedió a M.V. es realidad sin alterar; lo que escribió acerca de ello, una forma entre otras muchas, de convertirla en verosímil.
No sé si lo que acabo de contaros os parecerá verosímil o no. Quizá penséis que me lo he inventado todo, o que he adaptado hechos reales para transformarlos, a mi vez, en verosímiles, o que lo narrado es verdad, punto por punto, pues si hablo de realidad no estoy en condiciones de inventar nada.
A vuestro juicio lo dejo. Mi verdadero objetivo –y eso sí puedo asegurarlo– es que a partir de ahora quien lea esto distinga perfectamente entre la verosimilitud narrativa y lo rigurosamente verídico.

(VÍDEO: Conferencia sobre La saga fuga de J.B. impartida por Gonzalo Torrente Ballester el 14 de agosto de 1975 en un curso de verano patrocinado por la Universidad de Salamanca)

jueves, 24 de agosto de 2017

Mi nombre era una ruina (Relato jocoso)

Mucho antes de encargarme, mi madre ya tenía claro que debía nacer una niña. Lo más natural, pensaba ella, es que dentro de una crezca aquello en lo que piensa, que espera con ansia y necesita más que el aire. Por entonces no se estilaba aquello de visualizar los  deseos, pero lo que ella puso en práctica era una versión muy personal de lo mismo. A fuerza de comprar mantillas rosas, gorros repletos de lazos y botitas bordadas con mimosas, de decorar la habitación en tonos malva y saturar las paredes de Alicias, Reinas de Corazones y Conejos presurosos, fue una clara precursora del pensamiento positivo, aunque ella jamás llegue a sospecharlo.
Imagínense el berrinche la primera vez que me puso un pañal. Hasta ese momento ni se le había ocurrido preguntar por mi sexo, mientras no se demostró lo contrario -día y medio después de mi nacimiento- yo fui para ella la hija que siempre había querido. Tenía muy claro que no se había embarazado para que le pusieran en los brazos a un chico, y desde que se convenció de que el próximo intento también podía frustrarse ni siquiera le pasó por la cabeza tener otro.
Lo peor del caso es que ya tenía pensado el nombre y, tozuda como es, se mantuvo en sus trece por encima de burlas y advertencias. Mamá había pensado poner a su hija, a esa niña que no quiso nacer, el bello nombre de Ana. Ustedes cámbienle el género y observen en qué se convierte.
El primero en negarse fue el funcionario del registro. A ese le convenció el guasón de mi tío materno cursando una petición en la que afirmaba tener un antepasado finlandés cuya sustanciosa herencia quedaría sin efecto si yo no llevaba su nombre. Parece que coló y, tres meses más tarde, lo que no era más que un apelativo familiar se convirtió en mi nombre oficial y con él se me identificó en todos los documentos.
Mi padre jamás se enteró de los motivos para que un nombre como Ano fuese admitido como patronímico por las muy competentes autoridades civiles. Mi padre tenía a nuestros representantes en muy alto concepto.
También hubo problemas para inscribirme en el colegio, en el club deportivo y hasta en las listas de invitados a los cumpleaños de mis compañeros de clase.
Todos querían pegarme por llevar el nombre de Ano. 
Para complicar más la cosa, ellos me llamaban Cara-Culo.
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Joan Miró
Los profesores decidieron referirse a mí como Anito cada que vez que pasaban lista, y castigaban al que hicise eco (-ito, -ito) bajándole un punto en el examen.
Mamá nunca se enteró de nada de esto, pero tampoco lo hubiese creído. ¿Para qué molestarse en convencerla de algo que, ya de antemano, no le cabía en la cabeza?
Entonces, y sin previo aviso, me hice mayor.
Tras la fiesta de graduación, en la que fui encargado del discurso de despedida (“Cara-Culo rebota, pelota Cara-Culo”), pasé el verano practicando navegación a vela. Allí fue donde se produjo el gran estirón, ni yo me reconocía cuando entré en la universidad dos meses más tarde. Las chicas de mi clase parecían casi adultas, eran a cual más guapa y me sonreían sin intención de burlarse. Antes, tuve la precaución de inscribirme como Anetto (“familia italiana”, alegué) y a nadie pareció sorprenderle.
Pero los documentos seguían acusándome, y si no le ponía remedio lo harían por siempre jamás. Desde luego, nada de echarse novia, ¿cómo explicarle una cosa así a una de aquellas bellezas?
Fue entonces cuando se me ocurrió cambiar de sexo. Pero tenía que hacerlo a mi modo. Nada de operarse. Estoy contento con mi cuerpo. (¡Cuidado, Anito! Te delata la desinencia masculina. Tienes que estar contenta. Tu cerebro es de mujer, pero no quieres dar el paso. Por ahora, siempre por ahora, tú no te mojes. Así que has decidido llamarte Ana). Naturalmente, soy lesbiana, estaría bueno renunciar a las mujeres, ¡si todo lo que estoy haciendo es por ellas! (Bien sabes que no te sobra ni falta nada, que estás muy bien cómo estás. Repásalo otra vez, debes ir muy seguro: tengo un cerebro femenino, soy lesbiana, por ahora no pienso operarme).
Y todo esto en secreto (que no se entere mi madre). Dicho así, parece enrevesado pero yo lo encontraba sencillísimo.
De todas formas, antes de meterme en ese embrollo decidí solicitarlo sin más. El tipo de la ventanilla no esbozó ni una mueca, desde que tenía cuerpo de hombre nadie se burlaba de mí. Me miró con sorpresa y algo de lástima, hizo un par de anotaciones e indicó que volviese a la semana.
-¿Para qué?
-Hasta entonces los documentos no estarán listos, pásese por aquí el próximo martes.
-Así que ¿van a atender mi petición?
-Naturalmente. Cuando un nombre tiene carácter denigrante u ofensivo se modifica automáticamente. Tiene que anotar en este recuadro cómo se quiere llamar a partir de ahora.
Quiero llamarme Alfonso.
Pensándolo mejor, ¿para qué cambiar el nombre que tuvo tan ilusionada a mamá? Acabará enterándose tarde o temprano y no la quiero matar del disgusto. Mi novia… que se acostumbre, puede que tampoco a mí me guste el suyo y no tendré más remedio que aguantarme.
Ya no quiero cambiar nada. La verdad es que me he sentido especial toda la vida. Nadie, nunca, tendrá la suerte de llamarse como yo.
-Espere –le digo al funcionario- ¿y si renuncio al cambio?
-No creo que se lo permitan, un nombre así suele ser fuente de conflictos.
-Pues llevamos veinte años juntos y todavía no he tenido ninguno.
-¿Está seguro? Si es así, ¿por qué había pensado en cambiárselo?
Ahora estoy empeñado en seguir llamándome Ano. Pediré ayuda al Defensor del Pueblo, al Tribunal de la Haya o adónde sea necesario, y si deniegan mi petición recurriré las veces que haga falta. El secreto está en no rendirse: tarde o temprano encontraré a alguien que me entienda, tampoco es tan difícil ponerse en mi lugar.