jueves, 10 de noviembre de 2016

La Baronesa (IX)

Entre Catalina y yo se estableció una asimetría involuntaria. La llevé pegada a mis talones cuando nos acercábamos al taller de costura, un sótano que limitaba con el aparcamiento de la plaza. La prueba consistió en tomar medidas a la figurante que hacía las veces de clienta, inquieta ya antes de pasar al probador, manifiestamente alterada cuando la tuvo a menos de dos pasos y quejándose repetidamente de sentir el frío de sus palmas desde que aproximó a su piel la cinta métrica. No me tragué el cuento del manoseo y me presté a hacerlo en su lugar. Me ofrecieron el puesto, como no podía ser de otro modo, pero mi iniciativa solo había sido una pose. Estábamos seguras de que Henriette se negaría firmemente a que ella se ocupase de los niños.
Convertirme en la criada de la criada (nuestra patrona trabajaba de pinche en una de las desvencijadas taberna del barrio) con Catalina a mi cargo ante la imposibilidad de encontrar un trabajo para ella, no fue sencillo pero me ayudó a madurar rápidamente.
Cuando el quinto embarazo empezó a hacerse evidente conocimos a una Henriette nueva. Se sobresaltaba al menor ruido, nos despertaba ululando como una sirena y una tarde, mientras los chavales merendaban en el descampado dando patadas a un viejo neumático, descubrí que era epiléptica. Su compañero de entonces no solía servir de mucha ayuda, al contrario, disfrutaba avivando el fuego con sus berridos de borracho, pero aquel día me ayudó a estabilizarla aconsejando pacientemente sobre cada uno de los pasos a seguir. En cuanto conseguimos calmarla y acostarla, bajó a la calle y la emprendió a pedradas con los cristales de las farolas. Los vecinos se arremolinaron en los alfeizares. Antes de que se plantase allí la policía, había que salir por pies.
Joaquín Sorolla - La otra Margarita (1892)
Me di de bruces con Catalina que volvía cabizbaja de llevar el pan a los niños. En lugar de explicarle nada, le arrojé uno de los hatos de ropa y tiré de ella con todas mis fuerzas hasta que se convenció de que tenía que seguirme.
El último tren acababa de salir. Si dormíamos bajo techo, no nos quedaría gran cosa para viajar al día siguiente. En el andén había un tipo que no nos quitaba ojo, Catalina se acercó a él. Vi como la apretujaba con sus manazas y me negué a seguir vigilando. Estaba harta de hacer de ángel de la guarda. Ella sabrá donde se mete, no es la primera vez que lo hace pensé, además, ya es mayorcita, cumplió los dieciseis hace mucho tiempo.
A lo largo de esos meses, me imaginaba sacudiéndome el polvo de los zapatos minutos antes de abandonar París, una ciudad, por lo demás, tan hostil como todas con aquellos que no tienen suerte. Pero ni siquiera pude darme un gusto tan sencillo. Cuando salí, aterida, de la cabina donde me había acurrucado para dormir un par de horas, la nieve mediría más de dos palmos. Me acerqué a la taquilla contando las monedas. Odiaba con todas mis fuerzas aquella imponente blancura, toda la belleza de aquel amanecer nevado me estaba marchitando por dentro, más llevadero hubiese sido arrastrar mi precariedad –física, mental, económica – por los aledaños de lo feo, rebozarme en detritus, barrizales, escombros, muros desconchados, basura.
A Catalina no volví a verla hasta muchos años después.

(PUEDES LEER EL RESTO DE LOS EPISODIOS DE LA BARONESA, AQUÍ)
(Continuará)

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