sábado, 30 de abril de 2016

La Baronesa (III)



El compartimento del amo estaba en primera clase. La mulata entró con él pavoneándose y yo me quedé en el pasillo con mi billete en la mano sujetando el neceser recién comprado, que habían llenado con un perfumador repleto de agua de colonia, maquillaje, jabón de olor y un peine nuevecito. (Nadie creyó necesario comprarme un cepillo de dientes y tampoco yo lo eché en falta, en aquellos años el aseo dental  era considerado un lujo hasta en las mejores familias).
No fui capaz de relacionar el número que me habían asignado con el lugar donde tenía que sentarme. Busqué al revisor por dos o tres vagones pero me cansé pronto y volví al punto de partida. Se escuchaba el tartamudeo de la mulata al otro lado de la puerta y una negación repetida, susurrante, sobrecogedora. Escapé hacia la zona de literas, yo tenía el número 14 y todos, hasta el cien, comenzaban por cero. Desalentada, me acerqué al estribo con la idea de esperar a que aminorase la marcha para tirarme, pero alguien me agarró del pelo con fuerza. Era una mulata diferente, con la cara sucia de lágrimas, las mejillas arañadas y los brazos señalados con marcas de dientes. Había perdido su gesto burlón y me miraba con ferocidad.
Cuando abrí la boca y me apretó el cuello para abortar mis gritos, supe que era mi turno en el cuarto del hombre y que una de las dos sobraba. Me pegué a su cuerpo todo lo posible con la intención de propinarle un rodillazo en el vientre, entonces se abrió una puerta y el revisor nos separó de dos bofetones. Nunca me ha gustado más que me pegasen, le enseñé mi billete y nos dirigimos al compartimento. Me volvía constantemente temiendo que apareciese el amo, pero en cuanto pisé la escalerilla noté que el tren se iba parando poco a poco y decidí retroceder. Aquello estaba muy oscuro, olía a pies y a cuero, alguien gemía allá abajo. Caminaba con tiento evitando alertar a algún testigo. Con el neceser bien sujeto bajo el brazo, me asomé al pasillo y, a la mortecina luz de los apliques, me pareció que estaba desierto. No agucé más la vista porque el resplandor de la estación me reclamaba unos diez pasos a mi izquierda. De cuclillas en el escalón de abajo, aferrando desesperadamente la manilla, esperé a que avanzásemos a paso de hombre. Entonces, tiré de ella con brusquedad y di el salto.
(Continuará)