viernes, 15 de mayo de 2015

La Baronesa (II)

Debí dormirme antes de llegar a los doscientos. Estaba rendida, en poco tiempo había acumulado demasiada tensión. Durante los últimas horas, me había fugado de casa, había caminado pegada a los muros de mi pueblo (aunque fuera noche cerrada, ya presentía que las ventanas tienen ojos), me había colado en el coche de línea y, espiando la taquilla, convertido en la sombra de un elegante caballero que tuvo la feliz idea de guardar su billete en la chaqueta y dejarla luego, perfectamente doblada, en uno de los bancos del andén. Desgraciadamente no pude utilizarlo: viajando en primera clase me hubiesen descubierto enseguida. No tuve más remedio que afanarle la cartera a otro hombre; la verdad es que casi se la arrebaté de las manos en cuanto la apoyó en la taquilla y se puso a contar monedas. Por entonces estaba tan enclenque, tenía un aspecto tan insignificante con mi sayo negro y deslucido por debajo de las rodillas que pasaba desapercibida con bastante facilidad. De espaldas podría haber parecido una vieja consumida de no haber sido por las trenzas.

En cuanto vi los primeros carteles en un idioma extraño atravesé el pasillo corriendo y salté a la estación. Aprovechar el billete hasta el final hubiese aportado pistas si alguien se molestaba en buscarme, y barruntaba que cada vez habría más gente con motivos suficientes para hacerlo. Pero el hambre era aún más fuerte que el miedo. Coloqué en la bandeja de la cantina una botella de agua mineral, un plato de patatas fritas y otro que contenía un bulto oscuro parecido a un gran trozo de carne envuelto en salsa. Llevaba un día entero sin comer y me alegré de que fuera tan bajo el precio que leía en las etiquetas. Pagué. O intenté pagar. Cuando la camarera chilló y me arrebató la comida, un hombre con pajarita apareció detrás de ella y me insultó. Aunque no entendía ni palabra, era fácil deducir el sentido de aquellos escupitajos verbales. Solo saqué en claro que mi dinero no valía porque era español. Me encorajiné. Aunque entonces no entendía nada de fronteras, no me faltaba sentido común. Exigí mi dinero y el encargado se dobló de la risa. Se había esfumado el desayuno y casi todo lo que encontré en la cartera. Me expulsaban a empellones del local cuando una manga me rozó el hombro y, de refilón, reconocí la chaqueta que tiré en el lavabo de señoras tras sacar el billete de su bolsillo interior y antes de comprender que birlársela a su dueño no iba a servirme de nada.

Debí quedarme en blanco, mi cabeza empezó a girar, entreví un torbellino que giraba velozmente con un pedazo de esa elegante tela en el centro. Un tejido grueso de mezclilla con un fondo mostaza atravesado por líneas granates y negras. La cara del dueño de la chaqueta también era granate. Estaba congestionado y amenazaba al personal con el puño. Alguien le puso el dinero delante de los ojos, lo cogió y me empujó hacia la puerta.

Eres una ladrona muy rara –observó media hora más tarde, sentado frente a mí en aquel office de película con cocinera uniformada y cortinas de encaje. Fue lo primero que dijo, y lo último antes de largarse. Tenía miedo de que fuese policía, así de desorientada vivía entonces. El pomo de la puerta relucía, los resaltes de escayola azul celeste bordeaban un techo sin goteras, armarios plateados, una nevera barriguda, la primera que tenía a mi alcance. Con tantas sorpresas seguidas apenas queda nada que pensar.

-Ha dicho el doctor que…

-¿Es médico?

-Yo no sé nada.

Una mulata esbelta, con cofia, que observaba recelosa la puerta como si temiera ser escuchada y torcía la boca con desprecio cada vez que hablaba conmigo. Yo aún seguía obnubilada con los dos, me parecían el colmo de la distinción. Exquisitos. Muy diferentes de todo lo que hasta entonces había sido para mí lo habitual. Aquella debía ser la idea que tenía yo entonces de la aristocracia. No faltaría mucho para que me pareciesen siniestros.

A la mañana siguiente emprendimos el viaje a París.

(Continuará)

2 comentarios:

  1. Pues habrá que pasar a menudo por aquí, todo no me lo puedo leer hoy. ¡Volveré!

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  2. Pues encantada, Maru, serás bienvenida siempre.

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