viernes, 20 de febrero de 2015

El soplo en la nuca (I)

Encontró el café atestado como era habitual a esa hora. Perdida en aquella humareda, entre la multitud escandalosa e inquieta, rodeada de pedigüeños y vendedores de prensa que se movían como centellas a su lado, no hubiese sido nada fácil encontrar a Hannah.

Pero la había seguido desde la audiencia. Incluso tuvo que correr tras el taconeo nervioso de la dama cuando, sin intención, se había escabullido durante unos segundos detrás de uno de esos autobuses tan modernos. El corazón le latió fuerte al divisarla al otro lado de la calle, abriéndose paso a empujones, como si no hubiese acabado su jornada diaria, como si no tuviese libre el día entero, hasta la mañana siguiente en la que, de nuevo, tendría que bregar con interpelaciones, juramentos, gestos hoscos y el repiqueteo insidioso y constante del martillo reclamando atención.

Así que cabalgó tras ella como un potro, entreviéndola a intervalos y, solo por pura casualidad, la descubrió cuando se colaba por la ancha puerta del Estrella. Pegó entonces la espalda al muro y, caminando de lado a pasitos pequeños y torpes, consiguió llegar hasta allí a tiempo de verla, cuando ya varias espaldas se interponían entre ella y el casquete negro de raso, y desocupados cuerpos volteaban el sombrero entre las manos observando indecisos al limpiabotas que, sin hacer ningún caso del barullo, frotaba afanosamente el botín más puntiagudo de la historia.
Juan Gris - Au cafe
Por eso, en cuanto la vio empujar la puerta giratoria, con la luz del interior enfocando de lleno su gesto impaciente, supo que ya no iba a perderla. Hannah rebasó a la única mujer de todo el recinto –una florista que solía aposentarse en algún rincón del puerto, con su tabardillo por encima, medio oculta entre el caballete y los búcaros, sentada ahora en un escabel gemelo al del cigarrero, departiendo con él, atrayendo clientela con su inconfundible risotada sucia– y avanzó precipitadamente hacia el fondo. Por un momento, a Eugenia le cegó el cambio de luz, pero ya estaba pegada a sus talones. Así, en fila india, atravesaron la amplia nebulosa y solo se detuvieron cuando la pared les cerró el paso. Entonces, la reportera en funciones rodeó el único velador disponible y se encontraron las dos frente a frente. Eugenia titubeó un poco, disimuló con una sonrisa.

-¿Me reconoce usted?

-Mmm. Creo que sí. ¿Usted es la que se sienta bajo la fotografía del templo?

-Eso es. La mecanógrafa segunda.

Se estudiaron en silencio.

-De acuerdo. Siéntese. Podemos charlar un rato.

-Me gustaría, pero… Por nada del mundo… Quiero decir… No tenía intención de hacerle perder el tiempo.

La Arendt pareció desalentada.

-Ya. ¡Hay tanto que leer! Publicaciones del mundo entero ¿sabe? Tantas notas que completar y corregir. El tiempo ya me falta, nunca consigo dar abasto. –Tomó aire, se palpó el cuello como buscando una soga o, quizá, las perlas de siempre–. Pero ahora no me vendrá mal descansar un poco con una charla intrascendente sin tener que pulir cada frase como si fuese una joya en bruto.

Sujetaba un cartapacio de loneta que colocó junto a ella en el diván. Eugenia arrastró una de las sillas vacías y se sentó enfrente.

-¡Magnífico!


Sintió que ponía cara de cretina y se preguntó si su previsible sonrisa de alivio le proporcionaría un aspecto servil. A su derecha había un espejo enorme, pero una sola ojeada por su parte bastaría para dejarla en evidencia. Como era de esperar, no pasaban desapercibidas en aquel sitio. Las miraban a hurtadillas como a los dos bichos raros que eran. Algún codazo, miradas maliciosas. La mayoría debía reconocer a Hannah. Su foto había salido en la prensa, entre los grandes protagonistas del momento ella era la única mujer. Resultaba sencillo intuir el escándalo que estaban produciendo sus ideas, la bilis rebasando comisuras, el odio como pólvora inmunda, los chismes. Hasta el camarero depositó los cafés con gesto agrio antes de disolverse en el aire.
(Continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Explícate: