miércoles, 25 de febrero de 2015

El soplo en la nuca (II)

-Usted no es de aquí. ¿Francesa?

-No, asturiana. Quiero decir, española.

-¡Ah!

-Nacida en la provincia, pero llevo en París muchos años. Me llamo Eugenia.

-Mucho gusto. Y bien, ¿qué hace aquí?

A Eugenia Álvarez, le brilló la picardía en la mirada, tan emocionada se sentía que hasta la taza trastabilló por un momento.

-Lo mismo que usted. Me empeñé y lo conseguí.

-Está muy bien informada.

-Puede. Aquí nos conocemos todos, tampoco somos tantos los que trabajamos en el juicio de Eichmann.

-Probablemente, –reflexionó– sea yo la única ermitaña del grupo.

-Es cierto, no se deja ver mucho. Y, la verdad, me parece la mejor estrategia.

-Soy así, no he premeditado nada. Cuando vuelva…

-Tendrá que explicar muchas cosas.

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Hannah Arendt
-Ni se imagina cuántas. Sobre todo, después de haberse publicado el libro.

-¿Piensa escribir un libro entero?

-Entero, sí. No lo voy a dejar a medias.

-No es eso, es...

Hannah se rió abiertamente. A Eugenia le pareció todo un triunfo haber conseguido que se sintiese tan cómoda.

-No se preocupe, sé lo que quiere decir. Si con unos cuantos artículos, casi me linchan aquí, puedo imaginarme lo que pasará cuando explique con detalle lo que pienso.

-Pero ya no estará en Jerusalén.

-Por suerte, jajaja.

-Jajaja.

-Sospecho que tenemos opiniones parecidas.

-Mire, me suelo fijar en su cara. Estoy atenta. La miré cuando se expuso la biografía de Adolf, quiero decir de este Adolf. Cuando hablaban de su carácter apocado, de su ansia por destacar, noté que pensábamos lo mismo. Ese hombre estaba tan obcecado en hacer carrera que todo lo demás le importaba muy poco.

-Eso es.

-Maldad por omisión. Justificada por la argucia de la obediencia debida. Excelente excusa, por cierto. Claro que, con ese letrado, el reo no necesita fiscal.

-Usted ha estudiado derecho.

-Aún me queda el último curso, ¿se nota?

-Sabe que se nota, no se haga la humilde. No son tantos los que han entendido mis artículos. Termine la carrera y haga todo lo posible por trabajar en un bufete. Será una buena profesional.

-Muchas gracias. Pero sigo sin explicarme lo del libro. ¿Tanto le queda por decir?

-Sí, bastante. He de estudiar el juicio más a fondo: argumentación, personalidades, profundizar en el análisis de los mecanismos del poder omnímodo. Propondré, incluso, una nueva figura jurídica: el crimen contra la humanidad. Estaremos en contacto, si usted quiere será de los primeros que lean el manuscrito.

-No puede imaginar lo orgullosa que me siento, Hannah. Aquí tiene mi tarjeta, escríbame. Y si pasa por París no deje de llamarme. Ya no la molesto más, quédese tranquila trabajando. No, no se mueva, yo pago esto.

Incluso dejó propina, y eso que no le sobraba el dinero. Se contoneaba un poco al salir. Probablemente, escribir una novela sobre Hannah Arendt, Adolf Eichmann y el juicio que enfrentó a ambos ya no fuese posible. El texto de la propia Hannah invalidaría el suyo. No había contado con ello y, no obstante, se sentía satisfecha. Había aprendido algo que no podía expresarse con palabras. Dentro de unos años, si la filósofa le concedía su permiso ¡quién sabe! ¿verdad?

viernes, 20 de febrero de 2015

El soplo en la nuca (I)

Encontró el café atestado como era habitual a esa hora. Perdida en aquella humareda, entre la multitud escandalosa e inquieta, rodeada de pedigüeños y vendedores de prensa que se movían como centellas a su lado, no hubiese sido nada fácil encontrar a Hannah.

Pero la había seguido desde la audiencia. Incluso tuvo que correr tras el taconeo nervioso de la dama cuando, sin intención, se había escabullido durante unos segundos detrás de uno de esos autobuses tan modernos. El corazón le latió fuerte al divisarla al otro lado de la calle, abriéndose paso a empujones, como si no hubiese acabado su jornada diaria, como si no tuviese libre el día entero, hasta la mañana siguiente en la que, de nuevo, tendría que bregar con interpelaciones, juramentos, gestos hoscos y el repiqueteo insidioso y constante del martillo reclamando atención.

Así que cabalgó tras ella como un potro, entreviéndola a intervalos y, solo por pura casualidad, la descubrió cuando se colaba por la ancha puerta del Estrella. Pegó entonces la espalda al muro y, caminando de lado a pasitos pequeños y torpes, consiguió llegar hasta allí a tiempo de verla, cuando ya varias espaldas se interponían entre ella y el casquete negro de raso, y desocupados cuerpos volteaban el sombrero entre las manos observando indecisos al limpiabotas que, sin hacer ningún caso del barullo, frotaba afanosamente el botín más puntiagudo de la historia.
Juan Gris - Au cafe
Por eso, en cuanto la vio empujar la puerta giratoria, con la luz del interior enfocando de lleno su gesto impaciente, supo que ya no iba a perderla. Hannah rebasó a la única mujer de todo el recinto –una florista que solía aposentarse en algún rincón del puerto, con su tabardillo por encima, medio oculta entre el caballete y los búcaros, sentada ahora en un escabel gemelo al del cigarrero, departiendo con él, atrayendo clientela con su inconfundible risotada sucia– y avanzó precipitadamente hacia el fondo. Por un momento, a Eugenia le cegó el cambio de luz, pero ya estaba pegada a sus talones. Así, en fila india, atravesaron la amplia nebulosa y solo se detuvieron cuando la pared les cerró el paso. Entonces, la reportera en funciones rodeó el único velador disponible y se encontraron las dos frente a frente. Eugenia titubeó un poco, disimuló con una sonrisa.

-¿Me reconoce usted?

-Mmm. Creo que sí. ¿Usted es la que se sienta bajo la fotografía del templo?

-Eso es. La mecanógrafa segunda.

Se estudiaron en silencio.

-De acuerdo. Siéntese. Podemos charlar un rato.

-Me gustaría, pero… Por nada del mundo… Quiero decir… No tenía intención de hacerle perder el tiempo.

La Arendt pareció desalentada.

-Ya. ¡Hay tanto que leer! Publicaciones del mundo entero ¿sabe? Tantas notas que completar y corregir. El tiempo ya me falta, nunca consigo dar abasto. –Tomó aire, se palpó el cuello como buscando una soga o, quizá, las perlas de siempre–. Pero ahora no me vendrá mal descansar un poco con una charla intrascendente sin tener que pulir cada frase como si fuese una joya en bruto.

Sujetaba un cartapacio de loneta que colocó junto a ella en el diván. Eugenia arrastró una de las sillas vacías y se sentó enfrente.

-¡Magnífico!


Sintió que ponía cara de cretina y se preguntó si su previsible sonrisa de alivio le proporcionaría un aspecto servil. A su derecha había un espejo enorme, pero una sola ojeada por su parte bastaría para dejarla en evidencia. Como era de esperar, no pasaban desapercibidas en aquel sitio. Las miraban a hurtadillas como a los dos bichos raros que eran. Algún codazo, miradas maliciosas. La mayoría debía reconocer a Hannah. Su foto había salido en la prensa, entre los grandes protagonistas del momento ella era la única mujer. Resultaba sencillo intuir el escándalo que estaban produciendo sus ideas, la bilis rebasando comisuras, el odio como pólvora inmunda, los chismes. Hasta el camarero depositó los cafés con gesto agrio antes de disolverse en el aire.
(Continuará)

domingo, 15 de febrero de 2015

Desde el purgatorio

Nicolas Poussin, Winter (The flood), 1660, óleo sobre lienzo

Estos días se celebra el décimo aniversario. Toda una década ya desde esos primeros vídeos que se colgaron en la red tras la fundación de una empresa cuyo tremendo éxito resultaba inimaginable por entonces. Ignoro si sirve de consuelo que esto no haya sido, ni muchísimo menos, lo único que ha cambiado radicalmente, al contrario. Es inaudito si lo piensas. ¡Qué catarata de sucesos han vuelto nuestras certezas del revés a partir del cambio de siglo! Acabo de regresar de un pasado infernal y mi impresión es que he caminado una media hora mientras todo se descabalaba a mi paso. Lo más sólido que teníamos se ha derrumbado en el tiempo que dura una pesadilla dando paso a una serie de fenómenos insólitos que, con la mayor desenvoltura, han ido ocupando su lugar.

Aún me resulta extraño escuchar que harían falta cincuenta años para contemplar todos los vídeos que se cuelgan en un solo día. Nada que ver con el lento pero constante gotear de aquellas tentativas del principio. Entonces rozábamos la indecisión, creíamos actuar de incógnito y casi nos sentíamos voyeurs al curiosear lo que habían colgado los pioneros.

Cuando menos lo esperábamos, a Javier a la gerente de la agencia y a mí nos cayó del cielo aquel tesoro y no sabíamos qué destino darle. Alguien nos dijo que en la red acababan de habilitar un sitio donde colgar las películas caseras. Imaginábamos que muy pocos se molestarían en mirarlas, pero era la oportunidad de que algún despistado se fijase en la nuestra y, en definitiva, tampoco perdíamos nada con colgarla allí.
Alfred Sisley: Inundación en Port-Marly, 1872, óleo sobre lienzo
Nos pusimos a ello los tres juntos. No podíamos dejarlo en manos de uno de nosotros ya que nuestra intención – inquebrantable aunque nunca expresada– era rendir homenaje a Gerardo Hervás.

El material nos quemaba las manos y los ojos. Fascinados por aquellas escenas, nos resultaba imposible apartar la vista de ellas aunque cada proyección nos desollase el alma. La calima (ya desde los primeros fotogramas la pesada atmósfera de ese mediodía veraniego amenazaba con aplastarnos), el sonido lejano de los tambores, la luz cegadora, la multitud expectante y compacta, el sendero arenoso por donde había de pasar la comitiva y, en primer plano, la voz de Gerardo –declamatoria, jubilosa, confiada– anunciando el comienzo del desfile.

Enseguida todo tembló. Un confuso amasijo es lo único que me devuelve la memoria. A los supervivientes no les queda conciencia del desastre. Nos consta que ocurrió y no nos pasa desapercibida ninguna de sus consecuencias. Ni las pérdidas, ni las lágrimas. Pero el episodio se reduce a una simple sucesión borrosa y gris como una cinta de celuloide en movimiento, un aterrorizado salto atrás, una vibración del planeta, una avalancha de rostros, una sacudida de cuerpos, polvo y dolor en las costillas, empujones cobardes, vértigo, la convicción de que atravesamos el último minuto de existencia junto al tramo que nos separa del pueblo salvador.

Porque el agua no llegó a los edificios. Quedó quieta, remansada, como titubeante, formando un estanque de aspecto inofensivo a unos cincuenta metros de las calles vacías tras arrastrar sin piedad cientos de kilómetros río abajo los cuerpos que solían habitarlas, tras hundir a algunos de ellos en el cieno del fondo, tras arrancar al reportero la cámara y dejarla medio sepultada en tierra llevándoselo a él –su botín más preciado– hasta los olmos de la orilla, complaciéndose, incluso, en hacerlo rebotar sobre sus troncos.

El azar nos había dejado un reportaje magnífico pero a ninguno de nosotros se le ocurrió ni remotamente venderlo. El pueblo –lo poco que quedaba de él tras haber sido esquilmado cruelmente– lo contempló hipnotizado, idiotizado incluso, una vez, diez, centenares, sin voluntad ni auténtica conciencia de lo que estaba viendo. Durante meses, fuimos peleles a merced de las circunstancias, apenas capaces de mantenernos en pie pero obstinados en repasar una y otra vez las malditas imágenes. 

Fue cosa de Gerardo, nadie le obligó a quedarse clavado allá donde le pilló la tromba. Lo filmó todo, quizá creyese que el deber escrupulosamente cumplido lo salvaría de la hecatombe. No fue así, las peripecias vitales son ciegas como la noche y nunca, jamás, llevan balanza.

jueves, 5 de febrero de 2015

Kalashnikov y libertad de expresión

Todas las religiones son iguales

¡Ah, las religiones! Quizá el arma de doble filo más potente que existe. Naturalmente, en algún momento tuvieron su razón de ser, de lo contrario, no se habrían convertido en una constante de las civilizaciones. Cuando las sociedades primitivas crearon sus mitos, los primeros relatos que les definían y les ayudaban a reconocerse, incorporaron a esos seres supremos –uno o varios– invisibles e incorpóreos, sin ubicación definida, dotándolos de todos los poderes y –salvo honrosas excepciones como las sugestivas y respetuosas divinidades grecolatinas– les autorizaron para intervenir, prescribir, dictaminar, juzgar a los seres humanos y hasta condenarlos a penas terribles. El motivo: que a falta de un corpus legislativo se había hecho imprescindible crear normas de convivencia y asegurarse de su cumplimiento; que en ausencia de investigación científica había que explicar orígenes y causas; y obviamente, que era preciso tranquilizar los ánimos de un pueblo que ha adquirido conciencia de finitud.

Con el paso del tiempo, el conocimiento fue sustituyendo a la creencia convirtiéndola en irrelevante. Pero aún subsiste una gran inercia favorecida por los poderes fácticos que, con la excusa de un pretendido respeto, encubre la necesidad que estos tienen de mantener la irracionalidad y la ignorancia. Condiciones estas peligrosas en sí mismas, pero infinitamente más cuando quienes las padecen se consideran portavoces del más allá, y por tanto investidos de todos los poderes y dotados de una autoridad incontestable. Si se piensa bien, es para echarse a temblar la soberbia que puede originar todo esto en según qué personas. Soberbia que se transforma en temible indignación cuando comprueban que las demandas exigidas por la divinidad no son atendidas por la totalidad de los seres humanos, o al menos no con la urgencia que en su imaginario particular consideran imprescindible.

Es lo que tiene hablar en nombre de dios, una experiencia incomparable por la sensación de poderío que produce. En cualquiera pues, como sabemos, la palabra divina no admite discusión y quien la pronuncia, ya sea un obispo, un iluminado, un guerrillero o un profeta, debe ser obedecido al momento, punto por punto y sin rechistar.

La ceguera
Aunque a nosotros nada de eso nos afecta. En nuestro bien organizado mundo, vivimos envueltos en un confortable sopor, en nuestro individualismo, disfrutando de nuestras más o menos arraigadas creencias o de la falta de ellas. Nuestra sociedad es civilizada, no hay que dar cuentas a nadie, ya tenemos suficiente con salvar diariamente la empinada cuesta de nuestras preocupaciones.

El hombre occidental le pide mucho a la vida, está habituado a recibir, por eso espera y exige. ¿El qué? Todo y en el acto. Al haberse convertido en su propio dios, esta otra forma de soberbia tampoco tiene medida. Cada individuo forma parte de una sociedad organizada donde los imprevistos son mínimos y los medios abundantes. Puede permitirse el lujo de planificar su existencia. Aún así, se siente frustrado a menudo, cualquier decepción, por minúscula que sea, le altera desproporcionadamente. Todo le parece poco. Ya ha olvidado las condiciones de vida de sus antepasados, ni siquiera recuerda lo que sucedía hace solo unas décadas y, por supuesto, es incapaz de ponerse en la piel de los que habitan zonas del planeta mucho menos afortunadas que la suya.

Resulta paradójico que esa inexistente resistencia a la frustración consiga provocar más sufrimiento que la mayor de las miserias.

El espanto
La desgracia no tiene sentido del humor. Pero es que todos, absolutamente –y quien lo niegue que rebusque bien en su conciencia– guardamos zonas intocables, cuestiones que no admiten bromas, que para nosotros merecen el máximo respeto. Una cosa es el sentido del humor, otra la crítica razonada, y en un apartado muy distinto colocaríamos al pitorreo gratuito, constituya un medio de vida o no.

De lo que no se entiende es mejor no carcajearse. Entre nosotros ya hay suficientes asuntos que podemos parodiar con conocimiento de causa. Ya sé que están muy vistos, pero nunca está de más satirizar al poder y la religión de casa, motivos tenemos de sobra. Puede que si miramos más lejos no veamos con la suficiente claridad, incluso puede que, inconscientemente o no, lo hagamos movidos por la sensación de impunidad que produce.

Por desgracia, se nos escapa que, para algunos, esta parte del mundo representa la opulencia, que la técnica pone nuestro modo de vida –todo lo idealizado que podamos presentarlo– delante de sus ojos. Un espectáculo que debe resultar escandaloso en según qué contextos, incluido el más próximo, el de los que viviendo entre nosotros tienen vetado el acceso a una forma de vida sin sobresaltos. Aparecemos ante cualquiera de sus mundos con la mayor indiferencia, también con audacia, con ostentación, con toda la soberbia de que es capaz la opulencia que no sabe más que mirarse el ombligo.

Soluciones  
La solución más sensata –y la más justa– se hallará cuando se llegue hasta la raíz del asunto. Rasgarse las vestiduras, inculcar al ciudadano una mentalidad de bloques, demonizar, no arregla nada en absoluto. Declarar la guerra menos aún. Olvidamos que eso es lo que hemos hecho toda la vida, que en fechas bien recientes Occidente ha invadido países, que no son los demás quienes tienen el patrimonio de la violencia. Por cierto, ¿ha servido para algo?

Ni siquiera tenemos en cuenta un pasado en el que también tuvimos mártires, organizamos cruzadas, colonizamos países, evangelizamos indígenas, pasamos a cuchillo a los rebeldes. Evitamos reconocer que en esta carrera evolutiva la historia nos ha dado ventaja concediéndonos el tiempo necesario para superar nuestro particular medievalismo, por tanto, lo justo sería permitir que los demás evolucionen al ritmo que les plazca. A veces se nos olvida que aún conservamos residuos: velos monjiles, sotanas, ostentosas vestiduras clericales, represión, injusticia. Pero lo sencillo en estos casos es revolverse y atacar. Sencillo pero absurdo, pues ¿qué podemos esperar de ello más que el efecto opuesto a lo deseable? Lo sensato sería tragarnos la soberbia y ofrecer lo mejor que tenemos: paz, formación cultural y un reparto equitativo de los bienes. La violencia solo engendra violencia, con herramientas intelectuales y mucho que perder a nadie se le ocurriría volar por los aires en homenaje a un ser desconocido.

¿Utópico? Naturalmente. Cualquier conducta fructífera lo es, con todas las dificultades  que esto conlleva. No obstante, estas serían las únicas medidas capaces de contrarrestar un virus del odio que se está fomentando desde arriba y que –se mire como se mire– no acarrea otra cosa que unas expectativas nefastas.