domingo, 30 de noviembre de 2014

¿Respeto para los no creyentes?

Creo firmemente… Sí, creo firmemente que se han sacado las cosas de quicio. Porque respeto a las creencias significa que no se perseguirá ni discriminará a nadie por ser seguidor de cualquier doctrina no amenazante. Naturalmente, estoy de acuerdo. No obstante, percibo que aquí falla algo. Puede que sea un error del enunciado: quizá en lugar de “respeto a las creencias” debería decirse “respeto a los creyentes”.  Las personas han de ser objeto de respeto, no un ente abstracto, indeterminado y poco o nada demostrable como es lo que denominamos creencia.

Jupiter, Monde, Planet, Starry SkyNo pido respeto a mi escepticismo porque es un estado mental mío propio y quien lo ha de respetar soy yo. Lo que pido es respeto por mi persona. Eso significa disfrutar de libertad plena para decir lo que pienso, yo también, sin que eso sea automáticamente considerado un ataque contra los creyentes. Pido respeto para quienes no creemos en lo indemostrado e indemostrable, pido que el rigor intelectual no resulte sistemáticamente despreciado. Pido que aquello refutado enérgicamente por la ciencia no tenga mayor predicamento social que la ciencia misma. Pido que no se saquen las cosas de quicio y se ponga cada cosa en su lugar. Es decir, que se respeten todas las creencias, entendiendo por tales tanto las creencias en positivo como las no creencias. Es más, una no creencia está, en mi opinión, por encima de la creencia al estar más fundamentada, pues no se trata de la construcción mental de un individuo o de varios sino de una certeza, basada en hechos objetivos y avalada por demostraciones irrefutables.

Considero una aberración que cualquier creyente pueda proclamar su credo a los cuatro vientos con orgullo mientras aquellos que apoyan sus convicciones en hechos comprobados tienen que callar de forma vergonzante por temor a que les acusen de intolerancia. Resulta que ahora los intolerantes son ellos. Vivir para ver.

Y creo otra cosa. Creo que toda esa palabrería del respeto está dirigida desde arriba –y cuando digo arriba me refiero a los poderosos– como estímulo a una superstición nacida de la ignorancia, y que su objeto no es otro que continuar practicando libremente toda clase de supercherías, fraudes, chanchullos y lavados de cerebro.

martes, 25 de noviembre de 2014

¿Qué hace Gil de Biedma sentado en mi sofá?

Hundido hasta los hombros me costó reconocerle. “Usted me recuerda a una foto en blanco y negro” comenté. Sonrió. Luego recordaría que la había visto en la primera página del poemario Volver, rubicundo, contundente, con un amago de sonrisa. Pensé que debía tener los pies fríos allá abajo, en el filo de los presentimientos, pensé que a veces hay que subir a caldear un poco la nuca, a estirar los dedos, a contemplar de nuevo cómo tiembla el aire. Lo pensé pero no se lo dije porque para entonces ya tenía una pregunta en los labios.

-No deja de mirarnos ¿eh?

Justo en ese momento empezó a hablar. Lentamente.

“Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, y la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?

De todas las historia de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.

Nuestra famosa inmemorial pobreza,
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.


A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno.


Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
debe y puede salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.

Porque quiero creer que no hay demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia,
son hombres quienes han vendido al hombre,
los que le han convertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.

Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.”

Apología y perdición
Del poemario Moralidades (1966)
Incluido en la antología Volver (pags. 80-81)

jueves, 20 de noviembre de 2014

El almuerzo de Casimiro



Compulsión, de Richard Fleischer

Cuando Miguel Ángel –a quien una pareja de la guardia civil había detenido en la autopista y multado por exceso de velocidad, provocando que llegase tarde al juicio– entró en la sala por fin, un ujier, con el rostro como la grana y los ojos reventándole dentro de las orbitas, chorros de sudor en la frente, temblándole la punta de los dedos y la piel del cuello turgente hasta reventar, gritaba:

-¡Silencio!

Los murmullos remitieron un poco, la testigo se tapó las mejillas y miró al frente con serenidad. El juez la animó a seguir hablando

-Señorita Crespo, continúe.

-Le aseguro, señoría, que no me invento nada. ¿Puedo explicarlo con detalle? Es que, si no, no se entiende.

Gesto de resignación, de hastío incluso, en las abotargadas facciones de la autoridad civil.

-Federico me llamó en cuanto le abrieron la puerta desde arriba. No se sentía tranquilo. Mucho más que eso, le invadía una desazón que no había experimentado nunca, una especie de hormigueo que empezaba en la raíz del pelo y llegaba hasta las puntas de los pies. Aquello le pareció un presentimiento y sentía la necesidad de estar comunicado con alguien.

'Anatomía de un asesinato', de Otto Preminger
Anatomía de un asesinato de Otto Preminger
-Y la eligió a usted, su antigua novia.

-No, solo éramos conocidos de clase.

-Ya. Usted era quien le prestaba los apuntes.

-Sí, porque no venía casi nunca. Parece que la clase de paleografía coincidía con su horario de spinning.

-¿Y a usted le parece verosímil  que alguien tan musculado como el que hemos visto en las fotos pueda haber sido agredido por una mujer sola y, para colmo, haber sufrido anteriormente ese ataque de pánico?

-Por supuesto, señoría. Escuché cómo le castañeteaban los dientes.

-¿Y por qué la eligió a usted, una simple proveedora de apuntes?

-No tengo ni idea, puede que llamase a otros antes y solo me encontrase a mí.

-Eso está comprobado, solo la llamó a usted. Un detalle que puede implicarla.

-Yo solo puedo decir lo que escuché, estaba fuera de sí, pero siguió subiendo la escalera. Cuando llegó al segundo piso, escuché el sonido del timbre. Luego dejó el teléfono encendido porque necesitaba un testigo de todo lo que fuese ocurriendo.

-Ya. -Por un momento, las mejillas del jurista se animaron, hasta sus ojos apagados emitieron alguna chispa-. Y decidió retransmitírselo a usted como si fuese un partido de futbol

-Solo puedo repetir lo que escuché. Una bola de sebo enorme, con ojos, que le miraba relamiéndose…

-Casimiro, supongo.

-No creo que se llame así, ese nombre lo han debido inventar los periodistas. Federico no sabía cómo se llamaba, iba describiendo la escena, estaba cada vez  más asustado. La mujer…

-¿María Jesús?

-Sí. María Jesús Vilaespesa. O Villamediana. Algo parecido, no lo recuerdo bien. Trajo barreños repletos de verduras cortadas y aliñadas con alioli, un barril de vino, unos cubiertos tan enormes que al pobre Federico le hicieron temblar…

La atmósfera de la audiencia se estremeció una vez más. Uno de los auxiliares tuvo que trasladar a una mujer casi a rastras, estaba medio inconsciente, blanca como la tiza; se emitieron alaridos tenues, hubo un revuelo en la zona de los reporteros. Dos o tres personas se levantaron de los asientos del fondo sin llegar a moverse de su sitio.

-Bien. Según usted, la mujer misteriosa había preparado una encerrona a ese hombre. ¿Cómo explica que no fuera capaz de defenderse tratándose de un fortachón de ese calibre?

-No lo sé. El monstruo debía de ser tremendo, a él le daba pánico.

-Sí, pero según parece no era más que una bola de sebo sin ninguna movilidad. Y la mujer…

Uno de los alguaciles, con voz tronante, se dirigió a la concurrencia.

-Ustedes. Hagan el favor de volver a sentarse.

-Ella –continuó Adela Crespo– era delgada y alta, iba muy maquillada, llevaba el pelo rubio platino y un mono beige sin mangas.

-Y, en su opinión, ¿tenía fuerza suficiente para reducir a ese amigo suyo?

-Amigo no, compañero de facultad. No tengo ni idea, yo a María Jesús no la he visto nunca, solo sé lo que Federico me iba retransmitiendo.

El juez la miró con sorna, los murmullos arreciaron otra vez.

-Sí, ya sé, como en un partido de futbol.

-Así no. En los partidos se grita y él hablaba en voz muy baja y temblando, se escondía, disimulaba que estaba hablando conmigo mientras esperaba a que se lo comiese el monstruo.

Nuevo gesto, más escéptico aún.

-Ya. Como en un cuento para niños. ¿Es consciente, señorita Crespo, de que se está jugando su libertad?

-Espere. Lo que pasó después no se lo he contado aún. No podía colgar mi teléfono, así que cogí el móvil de Miguel Ángel, que estaba en la otra punta de mi casa reparando una puerta, me lo puse en la otra oreja y llamé a comisaría.

-Que se presentó inmediatamente en la dirección indicada y no encontró ni rastro de las personas descritas por usted.

-Escaparían. Supongo que ella pilló a Federico hablando conmigo y tuvieron que salir por piernas.

El juez hizo girar los pulgares sin dejar de observarla.

-Escaparon. De acuerdo. Según usted, ¿antes o después de hacer la digestión?

-No sea cruel, señoría.

-Si me insulta, lo consideraré desacato. Veamos: usted utilizó el teléfono de su novio sin necesidad de consultarle.

Escena de la película 12 hombres en pugna
Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet
-Es que no me daba tiempo. No podía soltar el cable del teléfono y me daba perfecta cuenta del peligro.

-¿No será que su novio, don Miguel Ángel, estaba tapiando el hueco que antes había sido puerta? ¿Qué ustedes dos, y no una tal María Jesús, han actuado como cómplices en la desaparición de don Federico?

Llegados a este punto, Miguel Ángel, que estaba allí a cara descubierta, con el exclusivo –y ridículo– camuflaje de unas gafas de sol para esquiadores, se escurrió todo lo que pudo en su silla.

-La policía ha rastreado mi casa y no ha encontrado ni una sola pared hueca, señor juez, espero que haya utilizado el mismo celo en las señas que le facilité aquella tarde. Tenga en cuenta que es mucho más fácil cuadrar todas las pistas en cualquier episodio imaginado que demostrar la pura verdad sin dejar ni un solo cabo suelto.

-¿Ah sí? ¿Y eso por qué?

-Pues porque la ficción juega con unos pocos elementos tan sencillos de encajar como los de un puzle. En cambio, la realidad está llena de imponderables. Además, un testigo inocente no puede conocer todos los datos de una investigación.

-La encuentro muy segura de sí misma, sobradita, que diría alguien que me sé. ¿Me puede decir quién es usted para saber tanto sobre la verdad y la mentira, sobre la ficción, la realidad y todas esas cuestiones que…?

-Muy fácil. Soy María Elena Adela Crespo San Marcial y otras yerbas, la escritora que ha inventado de cabo a rabo la escena que estamos protagonizando ahora mismo. Usted sabrá mucho de leyes pero de fantasía la que entiende soy yo. Y, desde luego, por mucho que se empeñe, jamás me podrá meter en la cárcel.

sábado, 15 de noviembre de 2014

La España que no existe (y II)



Por desgracia, los vicios ideológicos de la época franquista no se han reducido al momento –mal delimitado y peor caracterizado– que conocemos como Transición (tal cual, con su rimbombante mayúscula y todo). Seguimos arrastrando muchos de ellos, como el muy arraigado –y en absoluto menor– hábito de desentenderse de las cuestiones colectivas con pretextos tan pueriles como “De política no entiendo” “La política no me interesa” o, aquí viene el mejor de la serie, “Paso de todo, así que me abstengo de votar”. Actitud que recreé en un relato hace tiempo.

La postura del avestruz nunca ha dado buenos resultados pues, como es obvio, te tapes o no los ojos, lo que se avecina está ahí en cualquier caso, y mejor enterarse e intentar remediarlo que esperar a que nos pille por sorpresa. Otra perogrullada que, sorprendentemente, no resulta ocioso explicar. Pero además –y esto, a pesar de su radical importancia, parece que aún no ha calado en la opinión pública– es una completa irresponsabilidad no estar convenientemente informado, siempre, pero sobre todo de cara a unas futuras elecciones, porque la democracia se cimenta en eso. Hace falta conocer la ideología, las intenciones y la personalidad de los candidatos –todo lo que se dejen, se entiende– porque de nuestra papeleta depende el destino de la ciudadanía. Por tanto, si por casualidad no nos importase jugarnos nuestras propias lentejas, pensemos un poco en los demás. Pero no es así, mucha gente no piensa que se esté jugando nada. Estoy cansada de escuchar quejas, un año tras otro, sobre cuestiones muy concretas que se habrían resuelto de otra forma si esos que no quieren enterarse hubiesen acudido a las urnas. Sobre todo, porque quienes defienden intereses millonarios sí saben a quién votar, sí entienden de política, no les da pereza doblar la papeleta, dominan perfectamente los entresijos del tablero político.

Que no es tan difícil, por otra parte. Con que estemos atentos a lo que se cuece y leamos la prensa con cierto sentido crítico, es decir, con unos pocos y sencillos mimbres, el proceso para forjarse una opinión es prácticamente automático. Quizá nos equivoquemos, pero ese riesgo lo corremos en todos los órdenes de la vida. Como dice el refrán: “el que hace todo lo que puede, no está obligado a más”. ¡Cuánta razón!

Y, ya inmersos en esos menesteres, mención especial merece el abstencionismo. Todavía, a estas alturas, hay quien está convencido de que si no acude a votar no se pierde nada, de que su inhibición no beneficia al partido mayoritario. Lo malo es que no hay un solo pasota sino muchos, y eso significa –obviamente– que la coalición ganadora podría ser otra, incluso de signo radicalmente distinto, si quien más y quien menos decidiese cumplir con su deber. Para que las abstenciones en bloque no produzcan consecuencias electorales desastrosas, los miles de votantes potenciales que se niegan a acudir a las urnas deberían borrarse del censo. Algo imposible de todo punto, además de desaconsejable.

Pero no hay ninguna cuerda tan elástica que no pueda romperse si se aplica la fuerza necesaria. Ahora, entre tanta calamidad como tenemos, parece que se ve un resquicio de luz. La gente está muy enfadada –ya era hora, por otra parte–y ese enfado parece haberles convencido de que su voto cuenta infinitamente más de lo que creen. El poder, en su soberana prepotencia, se refugia en la frágil memoria del pueblo. Pero todo tiene un límite: en estas circunstancias, no ve a ser fácil que olvidemos la lección. Para algo debería servir que nos hayamos pasado cuatro años sufriendo en carne propia los efectos colectivos de la amnesia.

El partido político Podemos se beneficiará, probablemente, de ese estado de cosas. El tiempo dirá si lo merecía o no. De momento, lo que urge es poner orden en los asuntos más acuciantes. Como el paro, la deuda, la corrupción o la cuestión catalana, que tiene cariacontecidos al resto de españoles y ni siquiera nos atrevemos a decirlo.

Porque, no nos engañemos, aún nos dura la resaca del domingo. No hemos asimilado lo que ocurrió y es hora de comenzar a hacer balance pues, independientemente de su carácter ilegal y de sus resultados más que dudosos, existe –por parte de unos cuantos catalanes que, sean o no minoría molestan con su actitud– una firme hostilidad hacia el partido gobernante, una indiferencia absoluta hacia la gente común del resto del país, un afán evidente por salir beneficiados a toda costa tanto en poderío como económicamente e, incluso, ciertas ganas de alardear de la jornada del día 9, algo que ya clama al cielo, me parece a mí. Querría decirles que, además de sus comprensibles sentimientos nacionalistas, el resto de españoles también tenemos nuestro corazoncito, y que tanto desprecio y tanta mandanga no está cayendo en saco roto. Que nos encanta su coraje siempre que no lo usen para rompernos la crisma. Que si hablase la gran mayoría de españoles, también tendría bastante que decir. Que somos mucho más borregos, cobardes, prudentes o todo a la vez que ellos, pero que algún día daremos a conocer nuestra opinión. Solo es cuestión de tiempo. Y no tendrán más remedio que escucharnos pues todo el mundo tiene derecho a expresarse y –que yo sepa– hay bastante más de cuatro provincias en este nuestro mosaico peninsular.

España existe, sí, pero está aletargada a causa de esa tendencia al nihilismo al que aludo más arriba. Cuando despierte quizá sea un poco más pequeña, puede que haya perdido un pedazo de territorio y unas gentes valiosas pero (en mi opinión) más soberbias de lo conveniente, tanto para ellas mismas como para el conjunto del país. Porque saldremos perdiendo todos, de eso no cabe duda. Y no son ganas de asustar ni nada parecido: a mi juicio es un hecho que no admite discusión.

lunes, 10 de noviembre de 2014

La España que no existe (I)






Como tampoco existe Prince –sino alguien que fue denominado así durante un tiempo y luego renegó de ese nombre– ni existe El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, pero sí una novela denominada de esa forma, aunque su autor tituló El ingenioso hidalgo etc. a la primera parte, la de 1605, y solo llamó así a la aparecida en 1615, la que narra su tercera salida y demás peripecias.

Cuando se hace abstracción de algo tan específico como un territorio determinado el peligro de demagogia es muy fuerte. Sobre todo si entran en juego intereses de alto calado, más todavía en el caso de que se pretendan ocultar. Pues ¿qué entendemos por España? Porque al tratarse de una entidad compleja, cada hablante al mencionarla considerará un aspecto distinto y así es imposible entenderse. El término España –como Holanda, Filipinas o Burundi– significa muchas cosas y nada a un tiempo. Lo interesante de esta superficie rodeada de mar excepto en ciertos puntos, con un paisaje y un clima determinados, es que está habitada. Nada menos. Parecerá una obviedad pero a algunos se les olvida más a menudo de lo aconsejable. Pongo un ejemplo. ¿En qué se diferencian los términos Teide y Tenerife? ¿En que uno alude a un volcán majestuoso y el otro a una isla? No señor, en que cuando hablamos del segundo nos referimos a un lugar habitado, donde la gente se agrupa en localidades, que cuenta con una cultura, una lengua, unas costumbres, una economía, una política… La montaña, en cambio, es mero paisaje, su existencia condiciona las vidas de quienes habitan en sus inmediaciones, pero carece de entidad jurídica; técnicamente, al no albergar población alguna jamás podrá hablarse de geografía humana dentro de sus límites.

Todos esos que alardean públicamente de amar a España y se olvidan de sus gentes difunden un discurso vacío, pura charlatanería, humo que se disuelve, inconsistencia. Significa lo mismo que querer a una roca, a una fosa submarina o a un pinar. Un sentimiento muy propio de poetas pero no es lo que se espera de un político. No de alguien cuya misión es trabajar para que mejore la vida de los que se agrupan bajo esas etiquetas conocidas como países y que, en realidad, lo que contienen son personas, una comunidad, un grupo de gente con sus dificultades e ilusiones que se afana por vivir lo más dignamente posible.

Ahora mismo, la España que sí existe –es decir, sus habitantes– padece una resaca tremenda, le estalla la cabeza y está a punto de probar varios remedios. Lo peor de todo es que ha de contar con el azar, con lo imprevisible, tantear cuidadosamente porque equivocarse es un lujo que en este momento, sencillamente, no se puede permitir.

El 15 M tuvo muchos aciertos y un error: convencer a la gente de que debía abstenerse en las elecciones, tanto generales como autonómicas.

Rajoy ha cometido muchas equivocaciones (aunque para él y su gobierno probablemente fuesen objetivos buscados) que han derivado en un (solo) hecho positivo. No dejar ni el menor rastro de duda –para todo el mundo, incluso los más ingenuos, confiados y pacientes o los más escépticos y reacios a las urnas, incluso para los sumamente despistados en cuestiones políticas– que abstenerse no es una buena idea, que es como coger el arma y ponerla en manos del enemigo, que el barullo electoral sí va con ellos por mucho que les disguste, que no manifestar lo que se piensa acaba dando el poder a los de siempre, que, excepto si no te importa que metan la mano en tu bolsillo, no puedes dejar de estar alerta.
(Continuará)

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El representante (Catalanes vs. españoles)


Alicia tenía ocho años, vivía en Madrid, cerca del Corte Inglés de Goya. Don Jaime era de Barcelona, venía a visitar a su padre cada vez que andaba cerca. Una vez por semana, generalmente.

Don Jaime era un cincuentón que lamentaba no haber sentado cabeza. Un par de años más tarde se casaría con una enfermera de mediana edad, mientras tanto contemplaba con nostalgia a los hijos de los otros.

Don Jaime y Mari Tere nunca tuvieron descendencia porque tardaron demasiado en decidirse.

Pero en aquellos tiempos la mujer aún no había aparecido en la vida de don Jaime y él andaba desorientado y tristón, alojándose en hoteles cuando los negocios andaban boyantes y conformándose con alguna pensión de mala muerte cada vez que las cosas venían mal dadas. ¡Qué otra cosa podía hacer! Era trabajador, tenía don de gentes, se relacionaba bien con la clientela, pero los tiempos no daban para más. Solía consolarse contando sus cuitas a Pepe, el padre de Alicia.

Ella era la hija que no tuvo. Y ¡quien sabe! quizá la ilusión de criarla le hubiese dado suerte en las ventas. Mientras tanto, soñaba con una novia joven que le convirtiese en padre pronto, pero no tenía tiempo para novias.

En cuanto entraba al comedor y saludaba a Pepe y a la madre, dejaba sobre la mesa la consabida caja de caramelos surtidos, o de rosquillas de aceite, junto a una muñeca ataviada con el traje típico del último lugar visitado y postales. Muchas postales. De todos los puntos de España. Tanto regalo venía acompañado de pequeñas bofetadas cariñosas que restallaban en las mejillas de Alicia, y de una peste a Varón Dandy que la dejaba mareada el día entero. Pero en su casa nadie parecía darse cuenta.

Por si esto fuera poco, en cada una de esas visitas tenía que sufrir un examen. Era sencillo, consistía siempre en la misma pregunta. ¿Cuál es el puerto más importante de España? Alicia sabía que tenía que contestar Barcelona, pero conservaba la esperanza de que don Jaime le ahorrase el bochorno. ¿Otra vez? Si siempre quiere saber lo mismo. La insistencia tenía una explicación porque ella, entre el tufo a colonia, los cachetes repletos de cariño y el apremio del otro, se trabucaba y solía quedarse en blanco. A veces hasta tartamudeaba. O, por decir algo, soltaba el nombre de otra localidad aún sabiendo de sobra que no era la respuesta correcta.

Probablemente, don Jaime pensaba que la pequeña Alicia era tonta. Llevaba meses, un par de años incluso, haciéndole la misma pregunta. Solo tenía que aprenderse una palabra, un simple y solitario nombre propio, el de una ciudad con puerto, y no una ciudad cualquiera sino una muy importante. Y ella no era capaz. ¡Triste papel el que debía hacer en el colegio si cada día debía llevar aprendida la lección!

Pero Alicia aprendió mucha geografía contemplando las postales de don Jaime, había viajado poco, así que esas imágenes eran el complemento ideal de sus clases, la prueba de que existía un mundo fascinante más allá de su barrio. También disfrutaba con aquellas miniaturas vestidas de sevillana, de charra o de gallega, y le halagaban tantas atenciones y afecto. Alicia apreciaba a don Jaime, pero le hubiese gustado decirle que aborrecía su marca de colonia, que las palmaditas en la cara, más que un gesto cariñoso, representaban un castigo para la sensible piel de una niña pequeña, que agradecía sus gestos paternales pero preferiría que manifestase su cariño de otra forma. Y, por encima de todo, que conocía de sobra el nombre del puerto más importante de España y se lo diría encantada –con la condición de que no la atosigase– cada vez que le apeteciese escucharlo.

Alicia y don Jaime habitaban dos mundos lejanos, les separaban tantas circunstancias que jamás consiguieron entenderse.  Y, sin embargo, ella le recordó siempre con cariño. Solo les hubiese hecho falta un árbitro, un traductor, alguien que percibiese las señales correctas y supiese transmitírselas al otro. Pero en casa de Alicia nunca a nadie se le ocurrió ejercer tal función, ni una sola vez repararon en los apuros de la niña. Estaban demasiado encantados con don Jaime, el simpático amigo de la familia, y demasiado preocupados por sus propios asuntos.

La niña madrileña y al viajante de comercio catalán (como la gente de Cataluña y la del resto de España) necesitan –nada más pero también nada menos– un canal de comunicación que les ayude a comprender correctamente al otro. Con independencia de gobiernos y autoridades varias, que bastante tienen con mirarse el ombligo, al menos hoy por hoy.