miércoles, 25 de junio de 2014

El dios de las hormigas (Relato ateo)

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La semana pasada, cuando el señor López salió de su casa, como siempre, rumbo al trabajo, mientras se revolvía los bolsillos buscando las llaves del coche, se fijó en una hormiga que ascendía trabajosamente por la pernera derecha de su pantalón, se sacudió con cuidado y el bicho cayó sobre la baldosa más cercana. Observó cómo se apresuraba para alcanzar la ranura entre dos baldosas por la que se deslizó, zigzagueando un poco, hasta encontrar un orificio apenas visible por el que desapareció sin dejar rastro. La acera olía a baldosas recién lavadas y frescas. De las jardineras que adornaban el bordillo, llegaban dulzonas fragancias vegetales que, al calor de los primeros rayos, amenazaban con intensificarse por momentos.

El señor López se restregó suavemente los párpados deslumbrado por la luz repentina y por un momento tuvo una sensación extraña. Se encontró flotando sobre densas nubes de vapor mientras oleadas de percepción extrasensorial le comunicaban con el universo. Luego, sin creerse todavía que aquello fuese posible, descubrió a la hormiga de antes, redimensionada por la nueva perspectiva, penetrando en una gran cueva oscura donde anunció la buena nueva a los cientos de congéneres que se arremolinaban a su alrededor.

Petrificado, con las llaves en la mano y sin ánimo para abrir la puerta del garaje, las vio salir a centenares y rodear su zapato derecho. En cuanto comprendió lo que estaban haciendo, sacó cuidadosamente el pie, con movimientos exageradamente lentos, procurando no moverlo ni un milímetro. Cada vez llegaban más, una densa marea negra cuya vista le sumía en una especie de sopor. Entre jirones de niebla, calculó que ahora debían contarse por miles. Con su pie descalzo, se ocultó tras una de las jardineras para no perder detalle de la ceremonia. Así, pudo ver cómo el flexible cuerpo de azabache se erguía inconcebiblemente, cómo ocupaba la suela entera, como la levantaba casi un par de centímetros. No le hacía esforzarse mucho para imaginarlas vitoreándole.

Envuelto en un sudor frío, tiritando, se dirigió de nuevo a su casa con la intención de darse una ducha. Pero el ejército invasor le descubrió antes. Con estupor comprendió que el zapato no tenía para ellas otro valor que el de reliquia, que realmente era a él a quien reclamaban. Echó a correr.

Fuera ya de la bañera, decidió rociarse con dosis considerables de colonia que en ningún caso debía ser la que usaba habitualmente. Rebuscó por los estantes repletos de cosméticos, desodorantes y lociones para después del afeitado y halló un frasquito publicitario, una de esas muestras gratuitas, que vació íntegramente en su cogote. “Más que perfume, se diría que contiene insecticida”, pensó mientras sentía el líquido bajar como un río helado por su espalda. Pero era evidente que los insectos de su rellano habían enloquecido y se mostraba dispuesto a lo que fuera con tal de recuperar su libertad.

De nuevo en la calle, cubierto otra vez con ropa limpia y calzado con unas deportivas sin estrenar, descubrió satisfecho que no se divisaba ni una sola hormiga en todo lo largo y ancho de su acera. Pero también advirtió algo altamente inquietante: su zapato derecho había desaparecido. Avanzó los pasos necesarios para colocarse en el lugar donde instantes atrás se había reunido aquel temible ejército, y volvió a experimentar el mismo desdoblamiento astral. Pudo ver así que la gran mancha negruzca seguía viva y solo se había ocultado tras el parapeto de piedra que le separaba de  los jardines. Se asomó cautelosamente y las vio. Habían reptado hasta el reborde enladrillado de una catalpa y acababan de conseguir elevar el mocasín hasta allá arriba. Unido en comunión espiritual con las pequeñas mentes fanáticas, fue consciente de su fervor. La convicción de que se hallaban ante el símbolo de la divinidad, ante el objeto que, milagrosamente, se había hallado en contacto con su cuerpo no se ponía en tela de juicio. Ellas se hallaban ahora en actitud de recogimiento, formaban parte de un todo, estaban convencidas de que formaban parte de la comunidad de los escogidos, de que algo muy grande y sagrado se había instalado en sus vidas trascendiendo todo cuanto podían ver, oler y escuchar.

Al comprender que habían entronizado su zapato, o mejor, que lo habían elevado a los altares, se sintió en el límite del agotamiento. Harto de todo aquel tejemaneje, convencido de estar a salvo en sus zapatillas y protegido por la colonia con olor a repelente, volvió a entrar en el vestíbulo, recogió el zapato izquierdo sintiéndose invadido por una aprensión extraña y lo arrojó al cubo de la basura. A partir de ese momento emprendió otra vez sus gestos rutinarios. Calculó que llegaría a la oficina con más de una hora de retraso, se imaginó saludando a sus compañeros con la conciencia culpable, besando a sus hijos a la hora de comer invadido por los remordimientos, como si a partir de entonces ocultase un sucio secreto, como si esa fatídica mañana se hubiese convertido en cómplice de la gran superstición inter-especies.

No iba a tener más remedio que cargar con ese peso. Desde ese día y para siempre, había sido nombrado dios de las hormigas y nadie podría remediarlo jamás.

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