lunes, 4 de febrero de 2013

Los árboles azules 8: El secuestro

Eché a andar parque adelante. El enfado me impedía calibrar la distancia que me separaba de la entrada a la finca. Iba por una avenida que parecía no tener fin flanqueada a ambos lados por una selva ajardinada en cuyo interior sería agradable perderse. Pero de momento tenía que salir de allí, no tenía ni idea de cuántos kilómetros había que recorrer hasta llegar a la verja. Tampoco sabía lo que me esperaba al otro lado, me parecía recordar que aquello se levantaba en pleno campo, quizá no apareciese ningún taxi en aquel sitio, me imaginaba perdida en medio de la nada sin ninguna referencia para orientarme. Entonces escuché las botas de Auko golpeteando tras de mí a toda velocidad. No me cabía duda de que era ella.
–Que esperes te digo. Que esperes.
Me volví de mala gana. Auko venía jadeando, tenía la cara llena de ronchas carmesí y los ojos brillantes. Tardó un poco en recuperar el aliento, se acercó a un árbol cercano y se dejó caer contra el tronco. La seguí.
–Perdona, es que soy así de bestia. No quería contarte nada para que no dijeses que he metido la pata, pero tampoco podía hacer otra cosa. Estoy echa un lío, no sé qué va a pasar.
Decidí sentarme a su lado sin perder la cara de palo que se me había puesto.
–No sé qué decirte, estoy más perdida que tú.
–Ya.
Volví a ponerme furiosa. 
–¿Me vas a contar algo o no? ¿Qué haces en esa casa? ¿Qué pinta la policía en esto? – Antes me había parecido ver un punto oscuro a lo lejos, detrás de Auko, pero ahora estaba segura. Aunque avanzaba despacio, oculto a medias por los árboles, podía distinguirlo claramente, era uno de los hombres que había visto allá dentro.
–Se han llevado a Bernardo. Me había contratado para cuidar de Rosana que tiene gastroenteritis, por eso estoy aquí.
El policía se había detenido a unos veinte metros. No podía perderlo de vista pero Auko parecía ajena a todo, seguía tan tranquila en su nube, a pesar de los nervios. Preferí no hacer preguntas, que hablase ella. No hubiera sabido cómo empezar.
–Vimos cómo lo raptaban unos hombres. Pero cuando llegó la policía ya no hacía falta, los secuestradores acababan de hablar con Agosto.
–¿No será que has visto muchas pelis? ¿Cómo sabéis que lo han secuestrado?
–Lo hicieron delante de todos, a plena luz del día. Y ellos también lo dicen, están protegiéndonos, por eso no nos dejan salir.
–O sea, ¿os han dicho que os estéis quietos y vosotros os largáis a dar una vuelta?
–Ya te he dicho que han llamado al chico. Pensábamos ir a buscarle.
–¿Vosotros? ¿Por vuestra cuenta? –No daba crédito, estaba tan perpleja que casi no podía hablar? –¿Es que te has vuelto loca?
Puso los codos en las rodillas y se sujetó la frente con fuerza. De vez en cuando, como sin querer, ladeaba la cabeza un poco. Sabía tan bien como yo que nos estaban vigilando. Suspiró.
–Creíamos que le habían dicho dónde estaba pero nos han engañado. El kilómetro 230 está en plena autopista. Además, esa gente nos ha seguido hasta allí.
No podía creérmelo.
-Pero, aunque os hubiesen dado las señas... ¿No has pensado en lo peligroso que es? Y, encima, te  llevas a Julio.
–Agosto. Nació en agosto y es cómo quiere que le llamen.
¡Menuda estupidez! Esa chica no tenía remedio. Al principio sus chifladuras me hacían gracia, pero todo tiene un límite.
Echamos a andar hacia la casa. Aún quedaba mucho por hablar. Se oía un alboroto de pájaros. Ahora que no tenía que pensar en el transporte me puse a disfrutar del paisaje. Sin pensarlo, frené en seco.
–¿Has pensado que se lo pueden cargar?
Me miró con ojos desesperados, agarró mi muñeca con fuerza.
–Por favor no digas eso, –chilló– ¡no lo digas!
(Continuará)

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