sábado, 2 de febrero de 2013

La vida sin Cary Grant


Atrapa a un ladrón (1955)
No sé quien dijo que actuaba bien hasta de espaldas pero yo entonces no había oído nada de eso. Veía cine en blanco y negro, en casa, con mi madre, a la hora en que mis hermanos, a falta de una de vaqueros, preferían irse a dormir. A ellos no les interesaban esos petardos para adultos. También los mayores se quedaban más tranquilos si los niños no presenciaban ciertas cosas. Yo, en cambio, ya era toda una señorita. Señorita, no lo sé, seducida por el embrujo de Hollywood seguro que sí. Los comics femeninos estaban repletos de almíbar, resultaban ñoños y poco realistas, los que estaban destinados a los chicos rebosaban violencia. Las películas, en cambio, parecían presagiar el  futuro, hacerlo algo menos incierto.

A mis doce o catorce años, esas inolvidables sesiones nocturnas me dejaban con el corazón oprimido y la cabeza llena de pájaros. Cary era lo más parecido a un dios pero de carne y hueso, ¡como tenía que ser! Nunca me han atraído demasiado los mitos. Si tengo alguno, está más relacionado con la creación y el pensamiento –un narrador, un filósofo, un poeta, un científico, un artista incluso–, la imagen de un personaje, no suele impresionarme por sí misma. Pero esos destellos de inteligencia, presenciados a una edad tan influenciable, no podían dejarme indiferente. Parecían síntomas de una vida intensa, aunque por aquel entonces fuese incapaz de expresarlo así.

Página en blanco (1960)
Había otros muchos, por supuesto. Innumerables. Legión. A cual más arrogante y atractivo, exhibiendo sus personalidades irrepetibles, su buen hacer, sus maravillosos ojos o labios, su elevada estatura, su airoso porte. Todos desprendían su particular halo, competían entre ellos en carisma (¿o era Carysma?) produciendo un efecto en el espectador que otras generaciones no han conseguido igualar. Lo mismo sucedía con las actrices. En un contexto así es difícil ser objetivo, eran los gustos personales quienes marcaban las preferencias. Para mí, Cary los superaba a todos. Clark Gable, quizá el de mayor encanto, parecía demasiado soberbio, un sinvergüenza simpático al que era preferible mantener a distancia; James Stewart hubiese sido el compañero ideal aunque algo bobalicón, eso saltaba a la vista: Gary Cooper parecía inaccesible e inspiraba más respeto que otra cosa; a Gregory Peck –quizá el que hubiese estado más a su altura que nadie– no le conocía por entonces. Con cualquier otro que recuerde pasaba más o menos lo mismo.
 
Encadenados (1946)
Porque había que verle en Arsénico por compasión con ese gesto tan suyo de concentrado escepticismo, o de condescendencia escéptica en Charada, de incrédula preocupación en Con la muerte en los talones, de frívola rivalidad en Historias de Filadelfia, de embelesada indiferencia en Atrapa a un ladrón. ¿Es necesario que siga para constatar que en todas sus películas interpretaba papeles semejantes? Se decía que el señor Grant pertenecía a esa categoría de actores que se limita a hacer de sí mismos sin que eso constituyese un demérito. Pero había más: lo que sucedía era todo lo contrario, el recurso, manejado como muy pocos eran capaces, daba lugar a esa serie interpretaciones magníficas que todos podemos recordar. 
Me siento rejuvenecer (1952)

  
La Venus rubia (1932)


Arsénico por compasión (1944)
 
No he dejado de ver aquellas películas y aún continúo emocionándome. Puede que de distinta forma, seguramente con menor intensidad, pero ¿quién es capaz de conseguir algo así? ¿Qué demonios tenía Cary Grant?.

No niego su atractivo indiscutible, ni ese galanteo maduro capaz de encandilar fácilmente a alguien, como yo, recién salido del cascarón, ni su innegable punto canalla, ni ese cinismo lleno de gancho que constituye la marca de la casa. También parecía extraordinariamente observador, tanto que a la primera ojeada solía hacerse cargo de lo que estaba sucediendo sin dejarse embaucar por apariencias. Y, ¡cómo no! transmitía una bondad innata que era incapaz de ocultar por muchos esfuerzos que hiciese. Nunca podíamos conocer con exactitud sus pensamientos, pero era evidente que le aguzaban la mirada, le hacían palpitar la nariz, inflamaban sus pómulos, estiraban sus comisuras, le arrugaban la frente, le hacían fruncir el ceño, obligaban a palpitar a su barbilla, se le derramaban por ojos y fosas nasales y bailaban, incluso, entre sus dientes.

Historias de Filadelfia (1940)

La sospecha (1941)
  

  










Y ahora el apellido Grant se ha incorporado a mi familia. Hay una personita que lo lleva. ¿Quién me lo iba a decir? ¿Cómo podía yo imaginar que algún día Cary Grant y yo –todo lo remotamente que se quiera, de acuerdo– íbamos a ser parientes?

No obstante, la pregunta continúa en el aire. ¿Sería todo aquello nada más que fachada? ¿Cómo habrá sido el verdadero Cary Grant?

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