viernes, 18 de enero de 2013

Don Rufo bufa: Demócratas de boquilla

Cada día miro a mi alrededor, escucho las noticias, leo la prensa, hablo con la gente y no me gusta nada lo que veo. Es un hecho que – excepto a la minoría que se está forrando con la excusa de la crisis – a ninguno contenta este paisaje. Pero a esos tengo la suerte de no conocerlos, la esfera en la que se mueven es inaccesible para la gente común y mejor que sea así porque el hedor se adivina insoportable. Aunque parezca mentira dadas las circunstancias, la mayoría de la gente nunca ha pretendido nadar en oro. El síndrome del Tío Gilito es, por fortuna, minoritario. Lo que de verdad me preocupa desde el punto de vista social son actitudes, como la abulia, que se extienden por todo el tejido hasta convertirse en parte de él. Es cierto que la cultura del pelotazo – hermana menor del síndrome que he mencionado antes – se generalizó desde principios de los 90 y sus efectos se han ido incrementando hasta llegar a este estado crítico en el que muchos han empezado a replantearse sus certezas de siempre. Puede que nos estemos volviendo más conscientes, más solidarios, más humanos, más comprensivos, pero nada de eso basta. Es preciso reflexionar de una vez por todas sobre lo que significa la palabra democracia. Hay que tener en cuenta que – además de un derecho – es un valor que este país acaba de estrenar hace (solo) algo más de tres décadas y que, todavía, como colectivo, nos hemos de acostumbrar a manejarlo. Algunos objetarán que en este preciso momento, cuando las decisiones las marcan otros países, e intereses supranacionales pretenden imponerse con urgencia, cuando la presión sobre nuestras economías parece venir de otro sitio, cuando nuestros políticos parecen no pintar nada en este juego perverso, no es el mejor momento de pensar en ideologías, ni en urnas, ni en asignar poderes a unos u otros de los personajes de nuestro maltrecho panorama nacional.

Salvador Dalí - Pesca del atún
Y yo digo que nunca ha sido más necesario que ahora. Porque solo habrá democracia si creemos en ella. Todavía quince o veinte años después de la muerte del dictador – sí, sí, casi hasta principios de este siglo –, aunque no hubiese motivos, la gente tenía miedo a hablar de política. Poco a poco, todos, menos aquellos a los que el cambio de régimen les sobrevino cuando ya tenían una edad, fueron eliminando esas trabas. Por fin se podía pensar en voz alta sin miedo a ser delatado por cualquier chismoso con ganas de agradar al poder. Fue precisamente entonces cuando se empezó a propagar el bulo de que los tiempos de la confrontación política habían terminado, que los términos izquierda y derecha ya no significaban nada, que se habían quedado obsoletos. Hasta los propios partidos empezaron a conducirse guiados por esa convicción. Sin embargo, el liberalismo más extremo – ese que llama crisis a la estafa que ha perpetrado – se estaba adueñando de la economía y nos estaba convirtiendo en rehenes sin que llegásemos a percatarnos. Habían conseguido convencernos de que las leyes del mercado nos beneficiaban a todos, de que lo inteligente era no intervenir en el juego financiero, no comprendíamos que esto es así hasta que todo el tinglado cae por su propio peso porque los que sujetan los hilos, una vez conseguido el objetivo y en cuanto la sociedad en su conjunto les deja las manos libres para perseguir sus intereses a toda costa, van a priorizarlos por encima de todo, incluso por encima de ese ultra-liberalismo al que tanto invocaban como si fuese un dios inviolable. Ahora, como niños malcriados, han tenido que recurrir a papa-estado y no han sentido ninguna vergüenza de renegar de sus, hasta ahora, inamovibles principios, los que, mientras convenía, habían constituido – siempre según ellos – la indiscutible panacea que nos aseguraba una convivencia pacífica y una economía saludable.
Pero se nos han caído las vendas y hemos visto que todo era una trampa. Y ya no hablo de la corrupción generalizada, que nos invade como un cáncer putrefacto desde todas las esquinas y a la que nadie parece querer poner coto. Haciendo abstracción de esto –aunque en momentos como este parezca poco menos que imposible – resulta evidente que los engranajes del mecanismo igualitario son muy distintos de los que dan prioridad a las ganancias sin interesarse por las consecuencias. Los vocablos izquierda y derecha continúan estando vigentes – por encima de intereses de partido y de luchas por el poder – porque no es lo mismo plantearse como objetivo construir una sociedad igualitaria que perseguir el lucro por encima de todo, caiga quien caiga y destroce a quien destroce. Estamos aprendiendo que el económico es una modalidad más de conflicto bélico y que, en este campo de batalla, la gente de a pie carecemos de armas para defendernos. El trampolín siempre acerca el capital a las mismas (y escasas) manos y las arcas – privadas y públicas – van vaciándose alarmantemente. ¿Hasta cuando? ¿A dónde va a conducirnos todo esto?

Peter Brueghel el Viejo - Censo en Belén
Por eso hay que entender de política. Y si no nos convence nada de lo que tenemos, fabriquémonos otros referentes. Refugiarse en la apatía, por muy de moda que haya estado durante décadas, no deja de ser signo de una irresponsabilidad enorme. Cuando la gente arruga la nariz y reniega de la política  está renegando de sí misma. Porque una cosa es el tejemaneje, las escaladas, las medias verdades – lo que yo entiendo por politiqueo para poder distinguirlos claramente – y otra muy distinta la administración del patrimonio de todos, el establecimiento de una escala de valores, la fijación de objetivos comunes y normas de convivencia, la eliminación de obstáculos, el derribo de prejuicios absurdos. Esa es la verdadera política, una señora mucho más atractiva de lo que han querido hacernos creer. Por eso, deberíamos mantenernos informados, ir a votar, sí, aunque también esta acción haya acabado por desacreditarse, pero sabiendo qué es lo que hay. Enterarnos de qué es de verdad lo que se cuece por debajo de las apariencias, leyendo, conversando, de la forma que sea, aunque eso suponga un esfuerzo adicional, porque nos debemos a nosotros mismos y al resto de nuestros conciudadanos decidir con conocimiento de causa. Lo contrario es caer en la artera trampa tendida por aquellos que sí votan siempre y que saben perfectamente a quienes deben elegir en cada ocasión. Si despreciamos la única (y valiosísima) herramienta que la historia ha puesto en nuestras manos para influir en el curso de los acontecimientos lo habremos perdido todo. Y no será fácil volver a recuperarlo. Hace cuarenta años nos lamentábamos por no tenerlo, apreciémoslo en lo que vale, no nos escudemos, repito, en que lo que existe no nos convence. Si tenemos que modificar ideologías obsoletas, buscar nuevos representantes, construir un damero nuevo en el que extender nuestras fichas, hagámoslo. La pasividad nunca ha servido para nada. Las manifestaciones y huelgas están muy bien pero siempre como complemento. Por mucho que cueste admitirlo, está más que comprobado que nunca han resuelto nada por sí mismas.
Demos un paso más. Atrevámonos a ser demócratas.

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